miércoles, 16 de septiembre de 2009

VISIONES POSMODERNAS DEL ARTE VANGUARDISTA


El objetivo de este artículo es la presentación de algunas particularidades del pensamiento posmoderno en el campo artístico y una selección de interpretaciones ofrecidas por dicho pensamiento acerca del fin de la vanguardia artística en tanto hito de la modernidad.

Mientras las visiones radicales de la vanguardia parten de la necesaria articulación entre arte experimental y crítica social revolucionaria, como dos instancias indisolubles para la verdadera transformación del vínculo arte-sociedad, y de la afirmación de que la neovanguardia en el arte contemporáneo es una instancia donde dicha articulación se ha roto y hasta es imposible pensar en recomponerla, las visiones posmodernas celebran el fin de la vanguardia apelando a una crítica de los relatos legitimadores que le han dado impulso, tanto en el ámbito de la política (el pensamiento radical) como en el ámbito artístico (la tabula rasa con las tradiciones y la creación de un nuevo lenguaje).

El pensamiento posmoderno se opone a las siguientes ideas asociadas a la modernidad: el universalismo racionalista, la fe en la ciencia y la técnica, la dominación-explotación de la naturaleza por y para la humanidad, el humanismo progresista, el desprecio del pasado o su integración a la manera de etapas históricas previas que preparan o anuncian la modernidad (los grandes relatos) y el utopismo.

Desde el punto de vista cultural, la cultura posmoderna tiene su piedra de toque a fines de los ‘50 y principios de los ’60 y se asocia a un debilitamiento del modernismo (tanto ideológico como desde el punto de vista formal), siendo sus manifestaciones artísticas un conjunto caótico y heterogéneo de expresiones (tales como el pop art, el punk, la música experimental de John Cage o la literatura beat de William Burroughs).

En adición a la disparidad de las formas posmodernas, cierta cultura posmoderna se caracteriza por ser superficial y carecer de emoción, pues se sustenta en imágenes sin profundidad, incapaces de otorgar significado alguno, tal como sucede con las reproducciones (simulacros) de Andy Warhol.

Es ahistoricista, pues vampiriza los estilos del pasado en un presente atemporal (siendo un buen ejemplo arquitectónico de eclecticismo posmoderno -conforme Frampton- la Piazza d´Italia de Charles Moore, en New Orleans).

Precisamente es en el campo arquitectónico donde surge la noción de posmodernidad, frente al supuesto autoritarismo de la arquitectura racionalista del Estilo Internacional.

Para Charles Jencks, el fin del modernismo y el tránsito al posmodernismo se produce a las 15:32 hs. del 15 de julio de 1972, cuando se dinamita (por considerárselo inhabitable) el complejo habitacional Pruitt-Igoe en St. Louis. Las ideas del CIAM (Congreso internacional de arquitectos modernos), imbuidas de los parámetros del International Style encarnado por Le Corbusier y Mies Van der Rohe, entre otros, cederían ante la embestida de otras posibilidades, entre las cuales sobresale el influyente decálogo Learning from Las Vegas (1972), celebratorio de la diversidad y el eclecticismo, de Robert Venturi.

El principio general de la arquitectura posmoderna es la destrucción consciente del estilo, la canibalización de la forma arquitectónica y el recurso (irónico y desconcertante) a la cita clásica. La arquitectura posmoderna se caracteriza por (i) el reemplazo de un estilo “aurático” por un estilo populista; (ii) el abandono de la utilización coherente de ciertos materiales constructivos (vidrio o cemento) en favor del pastiche; y (iii) el antihistoricismo, ya que sus referencias históricas carecen de densidad para disolverse en un vacío kitsch.

El arquitecto posmoderno puede aprender del estudio de los paisajes populares y no está sujeto a ideales abstractos, teóricos y doctrinarios.

David Harvey (1995) señala en tal sentido que “las torres de vidrio, los bloques de concreto y las planchas de acero que parecían concebidos para aplastar los paisajes urbanos de París a Tokio y de Río a Montreal, denunciando todo ornamento como un crimen, todo individualismo como sentimentalismo, todo romanticismo como kitsch, han dado lugar, progresivamente, a los edificios en torre ornamentados, a la imitación de las plazas medievales y pueblos pesqueros, a diseños tradicionales o viviendas vernáculas, a fábricas y depósitos reciclados y a la reconstrucción de toda clase de paisaje en nombre de un medio ambiente urbano un poco más satisfactorio”.

Conforme Gianni Vattimo (1994), “el lugar del arte” se diluye en “los lugares del arte”. En el mundo posmoderno, no hay un lugar desde el cual se proyecte la utopía (el “no lugar”). Pasamos de la utopía a la heterotopía, la multiterritorialidad del arte y el fenómeno estético. El concepto de heterotopía hace referencia tanto al hecho de que el arte ingresa en contextos tradicionalmente no asimilados al mismo (el espacio urbano o natural) como a su disolución en formas tradicionalmente no artísticas, como la publicidad, la moda o el diseño industrial.

La "desautonomización" global de un lugar para el arte lo conecta cada vez más con lo real. De este modo, la estetización general de la existencia no es una utopía sino una posibilidad concreta que ofrece la sociedad tecnológicamente avanzada. Dice Vattimo al respecto: “La muerte del arte no es sólo la muerte que podemos esperar de la reintegración revolucionaria de la existencia, sino que es la que de hecho ya vivimos en la sociedad de cultura de masas, en la que se puede hablar de estetización general de la vida en la medida en que los medios de difusión que distribuyen información cultural y entretenimiento, aunque siempre con los criterios generales de belleza (atractivo formal de los productos), han adquirido en la vida de cada cual un peso infinitamente mayor que en cualquier otra época del pasado”.

Es importante señalar que el término posmoderno aglutina interpretaciones, teorías, disciplinas y valores diversos. Es posible por ello hallar elementos tanto afines a los objetivos de la vanguardia crítica como elementos divorciados de los mismos.

Ejemplo de lo dicho es la crítica de Jacques Derrida al logocentrismo (la búsqueda de un sistema universal de pensamiento capaz de revelar lo que es verdadero, correcto o bello) que habría predominado coactivamente en la filosofía occidental y en sus instituciones políticas.

En oposición al logos, la práctica deconstructivista de Derrida tiene por finalidad representar las diferencias, en el marco de un mundo sin centro (descentralizado), abierto y auto-reflexivo. Mientras la vanguardia, en su crítica a las tradiciones ancladas en la institución arte, puede considerarse posmoderna en cuanto ejercicio autorreflexivo y descentralizado (para Lash la vanguardia, especialmente el surrealismo, es posmoderna avant la lettre), la vinculación política de la vanguardia con la gran narrativa ofrecida por el marxismo haría de la misma un ejercicio moderno y no posmoderno.

Desde el punto de vista artístico, el arte posmoderno se caracteriza, según Rosalind Krauss (2002) por ser un arte extendido.

Ejemplo de dicha “extensión” es la crisis de la noción de escultura derivada del land-art (de Robert Smithson o Walter de Maria), que problematiza la noción tradicional de escultura (como monumento o práctica autorreflexiva) claramente opuesta al entorno urbano o paisaje, al transferir los esquemas minimalistas a un vasto contexto ambiental, ubicado usualmente en territorios desérticos.

El arte extendido, según Krauss, señala dos características del arte posmoderno: (i) la crisis de la especialización y la apertura al eclecticismo o subjetividad del artista; y, en consecuencia, (ii) la incapacidad de determinar la práctica artística conforme un tipo de procedimiento previamente establecido. La escultura posmoderna se caracteriza por la expansión de los términos arquitectura/paisaje, así como la pintura posmoderna problematiza el carácter único de la obra con la reproductibilidad de la misma.

Ambos aspectos, desde el punto de vista ideológico, son para Krauss logros del arte contemporáneo: “Se sigue, pues, que en el interior de cualquiera de las posiciones generadas por el espacio lógico dado podrían emplearse muchos medios diferentes y se sigue también que todo artista independiente podría ocupar con éxito cualquiera de las posiciones”.

En pintura, Douglas Crimp (2002) señala que el hito del posmodernismo es Robert Rauschenberg, con una obra sustentada en técnicas de reproducción y no de producción tradicionales.

Ejemplo de lo expuesto es la comparación de Crimp entre la Olimpia de Claude Manet y las obras de Robert Rauschenberg. Manet toma como modelo la Venus de Tiziano y la forma de su trazado señala la ruptura deliberada entre tradición y modernidad y la intervención activa del artista en esa transición.

Rauschenberg, por su parte, despliega imágenes de Venus en el espejo de Velásquez y de Venus en su tocador de Rubens en una serie de telas de la década del '60. Pero utiliza esas imágenes de modo muy diferente, ya que serigrafía un original fotográfico sobre una superficie que tiene otras figuras (camiones, helicópteros y llaves de automóviles). Rauschenberg se limita a reproducir, mientras que Manet produce, y es este movimiento el que permite pensar a Rauschenberg como un posmodernista.

Afirma Crimp: “Rauschenberg había pasado definitivamente de las técnicas de producción (combinaciones, montajes) a técnicas de reproducción (seda estarcida, dibujos calcados).

Es esta actividad la que nos hace considerar el arte de Rauschenberg como posmodernista. Mediante la tecnología reproductora el arte posmodernista prescinde del aura. La ficción del sujeto creador cede sitio a la franca confiscación, la toma de citas y extractos, la acumulación y repetición de imágenes ya existentes. Se socavan así la nociones de originalidad, autenticidad y presencia, esenciales para el discurso ordenado del museo”.

Conforme lo expuesto, para Crimp el caso de Rauschenberg es, desde el punto de vista ideológico, un hito en la democratización de las artes. Siguiendo el análisis de Michael Foucault sobre el vínculo entre las instituciones de confinamiento (el asilo, la clínica y la prisión) y sus formas discursivas (la locura, la enfermedad y el delito), Crimp agrega a la lista mencionada la institución “museo” y el discurso “historia del arte” como aspectos coactivos del campo artístico, problematizados por el arte posmodernista de Rauschenberg.

En el contexto general antes descripto, se ha arribado, para Arthur Danto (1997), al fin de la era del arte y a una situación en la cual ningún arte es históricamente más verdadero, ni más falso, que otro. Por tal motivo asegura que hemos ingresado a la posthistoria del arte, es decir, a la etapa histórica que ha puesto fin a los imperativos estéticos.

En dicha posthistoria, el arte se caracteriza por su carácter nómade y plural. Mientras la vanguardia consideraba el pasado como un lastre del cual había que desprenderse, el arte contemporáneo se define por el hecho de que el arte del pasado está disponible para el uso que los artistas quieran darle. El paradigma de lo contemporáneo es el collage, pero vaciado de contenido político.

Danto valora el aporte precedente de Duchamp con sus ready-mades.

No obstante, advierte una diferencia sustancial entre la oposición de Duchamp al mundo del arte y la posición tolerante del pop-art (especialmente, el de Warhol) hacia ese mundo: mientras que Duchamp pertenece a la época de los manifiestos y el enfrentamiento declarado con todo lo anterior (los dadaístas buscaban el shock, la sorpresa y el escándalo para interferir con el circuito institucionalizado del arte), los artistas pop se incorporan voluntariamente a un sistema del que Warhol resulta una de sus principales estrellas.

Desde esta perspectiva, la institucionalización de la vanguardia no es vista como una integración negativa conforme la posición de Peter Bürger o Jürgen Habermas sino como un testimonio de la democratización de los museos y las instancias de consagración.

En tal sentido, Danto sostiene que la crítica posmoderna al gran relato, definido por Ferenc Féher (1998) como aquella postura que “cuenta la historia con una confianza en sí misma abiertamente causal y secretamente teleológica … la historia contada que implica trascendentalismo y la presencia de un narrador omnisciente” , se aplica a las vanguardias históricas y que el fin de dicho gran relato es parte de un desarrollo (según la dialéctica hegeliana) que conducirá al verdadero acceso a la filosofía del arte, sólo posible en el arte contemporáneo.

En Después del fin del arte Danto señala que la era del arte estuvo dominada por relatos histórico-artísticos, expresados en los manifiestos: “El manifiesto define cierto tipo de movimiento, cierto estilo, al cual en cierto modo proclama como el único tipo de arte que importa”. Señala que es un mero accidente que algunos de los principales movimientos del S. XX carecieran de manifiestos explícitos.

El cubismo y el fauvismo, por ejemplo, estuvieron comprometidos en el establecimiento de un nuevo tipo de orden en el arte y descartaron todo aquello que oscureciera la verdad y el orden básico que sus partidarios suponían haber descubierto.

Esa fue la razón por la que los cubistas abandonaron el color, la emoción, la sensación y todo aquello que los impresionistas habían introducido en la pintura: “Cada uno de los movimientos se orientó por una percepción de la verdad filosófica del arte: el arte es esencialmente X y todo lo que no sea X no es -no es esencialmente- arte.

Así cada uno de los movimientos vio su arte en términos de un relato de recuperación, descubrimiento o revelación de una verdad que había estado perdida o sólo apenas reconocida. Cada uno fue apoyado por una filosofía de la historia que definió el significado de la historia como un estado final que es el verdadero arte … El modernismo es sobre todo la Era de los Manifiestos. Es propio del momento posthistórico de la historia del arte el ser inmune a los manifiestos y requerir otra práctica crítica”.

Konrad Liessmann (2006) señala que, en Danto, la lógica radical del progreso inmanente al arte queda desintegrada. Ya no queda ningún progreso artístico que anticipar y el consecuente enjuiciamiento del arte entra en desuso.

El artista tiene a su disposición todos los procedimientos y materiales y no existe un desarrollo estético forzoso: “Si de la idea de la Modernidad forma parte la convicción de que lo nuevo es mejor que lo antiguo y de que lo nuevo es identificable, entonces, con este pluralismo de los procedimientos estéticos que ahora ha aparecido, una dimensión totalmente decisiva del arte moderno ha perdido su significación”.

Para ejemplificar la nueva situación histórica en el campo artístico, Danto recurre mordazmente a una comparación entre las características de la futura sociedad sin base clasista descripta por Marx en La Ideología Alemana (la gran metanarrativa de la modernidad) y la opinión de Warhol sobre el arte contemporáneo.

En dicho texto, Marx afirma en la nueva sociedad comunista existirá una libertad ilimitada de las posibilidades creativas de los individuos, en lugar de individuos alienados según la situación de clase.

Así, la futura sociedad se caracterizará por una libertad sin límites, donde la sociedad “hace posible para mí hacer una cosa hoy y otra mañana, cazar en la mañana, pescar en la tarde, criar ganado en la noche, criticar después de la cena, tal como tengo en mente, sin llegar a ser cazador, pescador, pastor o crítico”. Para Danto, el pronóstico de Marx se cumple en el arte contemporáneo con Warhol, específicamente cuando expone en 1964 sus Brillo Boxes en la Stable Gallery de Nueva York.

En dicha exposición, Warhol niega cualquier posibilidad de distinción entre la apropiación de las populares cajas de jabón (un artículo comercial, cotidiano y expuesto masivamente en los supermercados) y su obra, clausurando la posibilidad de recurrir a alguna narrativa (o estilo) dominante capaz de efectuar la distinción.

Es en este momento, entonces, donde la definición de qué es arte sólo puede ser abordada desde el problema acerca de cuándo hay arte: se ha pasado de un relato legitimador sobre el quehacer artístico al contexto institucional que sanciona como “obra de arte” dicho quehacer.

Llegados a este punto dónde no es posible sancionar un estilo artístico desde un precepto teórico o conceptual, hemos arribado a la libertad sin límites del arte. Lo que dice Warhol sobre el arte contemporáneo es lo que Marx había anticipado para la sociedad de su tiempo: “¿Cómo alguien podría decir que algún estilo es mejor que otro? Uno debería ser capaz de ser un expresionista abstracto la próxima semana, o un artista pop, o un realista, sin sentir que ha concedido algo”.

Para Gerard Vilar (2005), esta situación del arte contemporáneo permite concebirlo metafóricamente como una “república”. A diferencia de las posturas apocalípticas del arte contemporáneo (como las de Yves Michaud o Robert Morgan), sostiene con Danto que el arte posmoderno es un arte pluralista “en el que cualquier cosa puede ser una obra de arte, en el que todo vale, en el que todos somos artistas y en el que cualquiera es un crítico de arte”.

Tres son, según Vilar, los principios constitutivos de la “república de las artes”: (i) la democratización del público, pues cada uno tiene derecho a elegir lo que le plazca (aunque esto no impide -advierte Vilar- la desigualdad de acceso a los bienes culturales y la instrumentalización del gusto vía la industria cultural); (ii) la democratización del artista, pues cualquier cosa puede ser una obra de arte y cualquiera puede hacer arte contemporáneo; y (iii) la democratización de los valores: el arte está en todas partes (cine, televisión, nuevas tecnologías, diseño y moda).

Las críticas que pueden hacerse al arte pluralista, afirma Vilar, “no lo invalidan sino todo lo contrario, son parte básica del mundo del arte mismo, un mundo joven que hemos de acostumbrarnos a ver con otros ojos, lejos de aquella mirada convencida de que hay una verdad y un estilo artísticos que marcan el camino cierto de la historia del arte. Afortunadamente, esa mirada monista o monoteísta de la línea correcta y las verdades políticas absolutas ya la abandonamos en política; ahora nos toca deshacernos definitivamente de sus restos en estética”.

Conforme esta interpretación, el arte contemporáneo habría alcanzado el fin de la alienación de los artistas y su sujeción a los cánones establecidos, tanto aquellos académicos como los impuestos a la vanguardia crítica desde sus manifiestos. En la era del fin del arte se acabó el arte conducido por manifiestos programáticos, cuyos practicantes consideraban como crítica esencial de otro arte el que no tuviese el estilo correcto.

Afirma Danto: “Esto es lo que quiero decir con el fin del arte. Significa el fin de cierto relato que se ha desplegado en la historia del arte durante siglos, y que ha alcanzado su fin al liberarse de los conflictos de una clase inevitable en la era de los manifiestos … Por supuesto, hay dos maneras de liberarse de conflictos. Una manera es eliminar todo lo que no se ajusta a nuestro manifiesto… La otra es vivir juntos sin necesidad de discriminarse; decir que diferencia hace que alguien sea el que es… La crítica moral sobrevive en la era del multiculturalismo, como la crítica de arte sobrevive en la era del pluralismo”.

Y concluye: “¡Qué maravilloso sería creer que el mundo plural del arte del presente histórico sea un precursor de los hechos políticos que vendrán!”.

En el último párrafo de la cita precedente, Danto ejemplifica la alianza entre los discursos celebratorios del fin de la vanguardia y el fin de las ideologías característicos del pensamiento posmoderno.

Eduardo Subirats (1989), por su parte, sostiene de manera semejante a Danto que la utopía social y cultural de las vanguardias, de signo revolucionario y emancipador, lleva implícito el momento de su integración a un proceso regresivo de colonización tecnológica de la vida y de racionalización coactiva de la sociedad y la cultura.

La vanguardia, según Subirats, se caracteriza por ser antihistoricista, al postular la existencia una nueva era (racionalista y tecnocrática) y verse a sí misma como el grado cero de la historia, conforme una concepción del poder como administración técnica y una concepción temporal abstracta, según la cual la historia se concibe como una indefinida acumulación cuantitativa de medios e instrumentos.

La máquina se convierte con la vanguardia de corte racionalista en un símbolo cultural universal y en un principio socialmente formador. En el contexto de la modernidad estética, la máquina asume funciones tanto demiúrgicas y proféticas como infernales y destructivas: el mismo papel cultural que el romanticismo había otorgado al genio como potencia ordenadora y como naturaleza.

Al contemplar la máquina como factor emancipador del orden social y elevarla a valor estético y cultura universal, los vanguardistas restablecieron aquella dimensión radical del progreso, concebido como identidad del desarrollo moral y científico-técnico, característico de la filosofía de la historia de la Ilustración.

Los manifiestos neoplasticistas, afirma Subirats, exponen unívocamente la estética racionalista y el principio formal y cultural de la máquina como contrapunto de la realidad trágica que atraviesa la Europa de entreguerras.

Sostienen la pureza de los colores primarios, los ángulos rectos y la maníaca obsesión de líneas horizontales y verticales, así como su correlato teórico: la postulación del arte como representación de un orden absoluto y una armonía acabada.

Para Subirats, el principio de racionalización implica un proceso de reducción de la experiencia individual y anulación de la autonomía reflexiva de la existencia humana. Dicho reduccionismo se pone de relieve comparando el retrato romántico con el retrato cubista.

Mientras en el primero los elementos pictóricos sirven solidariamente a la exteriorización de la totalidad expresiva, la vanguardia independiza dichos elementos pictóricos de su sentido representativo.

En el retrato cubista sólo importa la composición formal y colorística, no la figura humana. La teoría del color desarrollada a partir del postimpresionismo por Vassily Kandisky y Paul Klee tiende a extirpar del color sus elementos subjetivos, para dotarlo, al igual que a la composición, de la fría cualidad de un discurso lógico y objetivo.

En definitiva, tanto para Subirats como para Danto, la racionalidad artística y utópica de la vanguardia es una muestra de la violencia de la racionalización y del pensamiento estructurado y coactivo expuesto en sus manifiestos.

El fin de la vanguardia sería en definitiva, conforme el pensamiento posmoderno, un logro de la época. Recordar los rasgos autoritarios de la vanguardia evitaría el supuesto pesimismo del presente y oficiaría de reaseguro frente a aquéllos que insisten en pensar la vanguardia como un proyecto inconcluso. Las consecuencias y riesgos de dicho pensamiento posmoderno exceden los objetivos de este artículo.


Bibliografía
O´Neill, J. (1995). The Poverty of Postmodernism. London: Routledge.
Jameson, F. (1999). El giro cultural. Buenos Aires: Manantial.
Jameson, F. (1991). Ensayos sobre el posmodernismo. Buenos Aires: Imago Mundi.
Frampton, K. (2002). Historia crítica de la arquitectura moderna. Barcelona: Gustavo Gilli.
Connor, S. (1995). Postmodernist Culture. Cambridge: Blackwell.
Lash, S. (1997). Sociología del posmodernismo. Buenos Aires: Amorrortu.
Harvey, D. (1995). The Condition of Postmodernity. Cambridge: Blackwell.
Vattimo, G. (1994). El fin de la modernidad. Buenos Aires: Planeta-Agostini.
Eagleton, T. (2002). Una introduccion a la teoría literaria. México: FCE.
Krauss, R. (2002). La escultura en el campo extendido. En La Posmodernidad. Hal Foster (Ed.). Barcelona: Cairos.
Crimp, D. (2002). Sobre las ruinas del museo. En La Posmodernidad. Hal Foster (Ed.). Barcelona: Cairos.
Danto, A. (1997). Después del fin del arte. Barcelona: Paidós.
Féher, F. (1998). La condición de la posmodernidad. En Políticas de la posmodernidad. Barcelona: Península.
Liessman, K (2006). Filosofía del arte moderno. Barcelona: Herder.
Vilar, G. (2005). Las razones del arte. Madrid: Visor.
Subirats, E. (1998). El fin de la vanguardia. Barcelona: Anthropos.

domingo, 31 de mayo de 2009

ARTE, MODERNIDAD Y POSMODERNIDAD

1. Introducción

Este trabajo analiza la función de crítica social del arte moderno (particularmente, de la vanguardia artística), sus alcances y sus límites, en el marco del debate político-cultural contemporáneo en torno a la modernidad y la posmodernidad.

La centralidad del arte crítico vanguardista radica en haber cuestionado los modos tradicionales de producción, circulación y recepción de las obras de arte y en haber postulado la capacidad del arte como agente de transformación radical de la sociedad. En tal sentido, Peter Bürger afirma que la vanguardia es un hito en la historia del arte crítico, pues ejerce una autocrítica del mundo del arte y de las características que ha asumido el campo artístico autónomo moderno, al emanciparse de las prerrogativas religiosas y cortesanas.[1]

El trabajo se estructura en cinco apartados, en los que se describen: (a) la noción de “autonomía” del arte, noción que constituye el foco de la crítica de la vanguardia; (b) las estrategias autocríticas de la vanguardia, tanto políticas como institucionales; (c) los límites de dichas estrategias, que suelen esgrimirse para afirmar que la vanguardia es “historia”; (d) una serie de interpretaciones sobre el supuesto “fin de la vanguardia” ofrecidas por la teoría social contemporánea, que responden a diversas posturas ideológicas (radicales, conservadores, modernistas y posmodernas); y se cuestionan (e) dichas interpretaciones, a la luz de una selección de artistas y movimientos contemporáneos políticamente comprometidos y críticos de la institución arte, preguntándose si es factible repensar la vanguardia no como un fenómeno agotado sino plenamente vigente y reformulado por tales movimientos y artistas.

2. La “Autonomía” del Campo Artístico

La noción de “autonomía” del arte alude a la conformación un sistema especializado (el “arte”), donde la obra de arte se emancipa del culto religioso, los imperativos cortesanos y la práctica del mecenazgo y se incorpora al modo de producción capitalista.[2]

La autonomía artística reconoce dos instancias históricas claves: (a) la constitución en el S. XVIII de la institución arte (tal como se lo concibe en la actualidad); y (b) la constitución de la denominada autolegislación de dicho campo artístico, en virtud de la cual el arte, a mediados del S. XIX, se dicta sus propias reglas en materia de forma y contenido, erigiéndose en su propio juez.[3]

Según Pierre Bourdieu, la génesis del campo artístico se inicia en Florencia en el siglo XV, con la afirmación de una legitimidad propiamente artística gracias a la cual los artistas legislan sobre el estilo y la forma de su actividad frente a las exigencias externas de una demanda social subordinada a intereses religiosos o políticos.[4] No obstante, es recién en el siglo XVIII cuando se instituyen los conceptos de “bellas artes” (poesía, pintura, arquitectura y música), “artista” (sujeto dotado de inspiración y genio) y “placer estético” (goce de obras de arte mediado por un gusto refinado).[5]

Las ideas románticas del S. XIX, que presentan a la cultura como una realidad “superior” irreductible a la vulgaridad de la economía de mercado son centrales para la consolidación de los citados conceptos, al instituir una ideología de la “creación libre” fundada sobre la espontaneidad de una “inspiración innata”.

El ideario romántico de Immanuel Kant y Friedrich Schiller es fundacional al respecto. Kant establece el juicio del gusto (como placer desinteresado) diferenciado de la razón práctica y no subordinado a una ley moral. En cuanto a Schiller, el arte se presenta como un vehículo de elevación de la humanidad, en el contexto de la época de terror nacida de la Revolución Francesa, capaz de reconciliar las mitades en las que la humanidad se ha escindido: la sensibilidad y la razón.[6]

La vocación romántica, que refuerza el carácter libremente creativo y aristocrático del arte, se desarrolla en el contexto de una sociedad basada económicamente en el modo de producción capitalista, donde la obra de arte se presenta como un tipo de producción no sólo “creativa” sino también “comercial”, simultáneamente destinada a ser “puramente simbólica” y al gusto “desinteresado” (irreductible a la simple posesión material) y sometida al status de “simple mercancía” y a la “sanción” de un mercado de consumidores anónimos.[7]

Desde el punto de vista sociológico, según Bourdieu, el campo artístico está constituido por un campo de producción restringida (donde la producción se dirige a otros productores -agentes e instituciones del campo) y por un campo de producción amplia, que es el campo social. Bourdieu aplica el modelo weberiano de análisis del campo religioso al análisis de la dinámica del campo artístico.[8]

La sociología de la religión de Weber sostiene que el campo religioso puede interpretarse como la lucha entre los “sacerdotes” (que conforman una burocracia) y los “profetas” (que tienen carisma), productores de “bienes simbólicos” que compiten por consumidores laicos. Aplicando este modelo al mercado de la pintura francesa del S. XIX, Bourdieu afirma que los “sacerdotes” son los pintores académicos y los “profetas”, los pintores modernistas. La Academia Francesa, por su parte, juega el papel de árbitro que consagra de manera excluyente y tiene un valor semejante a la iglesia (burocrática) de Weber. En el campo de producción restringida, los pintores “ortodoxos” y “herejes” compiten por recibir la consagración institucional. En este campo, el cambio cultural es el tránsito inexorable desde la posición de subordinación a la posición dominante, en la que luego se establecerá una nueva “burocracia” puesta en peligro por nuevos “herejes”. En el campo de producción amplia, finalmente, los críticos de arte, las galerías y los catálogos consagran cierto tipo de arte, vía un poder de “nominación” que impone sus ideas sobre los consumidores comunes, en un acto de “violencia simbólica”.[9]

En adición al funcionamiento institucional del campo artístico, la autonomía del arte supone un dominio reflexivo sobre el material artístico por parte de un círculo de expertos. Desde mediados del S. XIX (con el impresionismo), el contenido de las obras de arte retrocede frente a la forma, considerada como el ámbito donde lo estético se expresa en toda su pureza.

Según Scott Lash, los distintos paradigmas culturales (i.e.: el realista y el modernista) poseen diferentes modos de significación, entendidos como la relación entre un significante (la obra artística), un significado (el concepto al que se vincula la obra) y un referente (el objeto real al que se vinculan tanto la obra como el concepto).[10]

Conforme la descripción de Lash, el paradigma realista no problematiza la realidad, sino que aspira meramente a su representación mimética: no existe conflicto ni tensión, sino mera correspondencia lineal.

En efecto, el realismo implica la separación entre la cultura secular y la religiosa y la adopción de las convenciones seculares (i.e., la geometría) en las formas artísticas. El realismo, según la concepción literal de Leon Battista Alberti, es una “ventana al mundo” que impone la representación de un objeto tridimensional en un espacio de sólo dos dimensiones. Dicha representación exige necesariamente una ruptura con la noción religiosa del mundo propia de la pintura medieval y un tránsito desde la distorsión y la planitud (que intentan evocar lo sagrado) hacia las reglas de la perspectiva renacentista (que se proponen representar lo real). El realismo asigna a la forma el carácter de simple significante que, de manera directa y transparente, representa la realidad. De esta manera, el realismo no problematiza ni la realidad ni su representación.

El paradigma cultural modernista, por el contrario, prioriza la forma sobre el contenido y, con dicho gesto, prioriza el valor del significante frente al significado y el referente: el arte será, sobre todo, el arte de la reflexión sobre la forma y la emancipación de la forma de las convenciones de la realidad.

La autorreflexión inherente al modernismo supone un mayor grado de análisis de los elementos constitutivos de la obra artística. La forma (es decir, el significante) se independiza del significado y del referente, se autolegisla y adquiere una gradual opacidad. El artista se concentra en la superficie pictórica y el valor de la obra reside en su resolución formal.

Centrado en la forma y abocado a una búsqueda específicamente pictórica, el arte modernista borra o reduce la referencia naturalista que permite la “ilusión” de lo real, adquiriendo un grado de hermetismo que lo distancia del espectador aficionado. Al exigir del público una mayor información sobre la dinámica del campo estético, la actividad artística se retrae al ámbito de los especialistas (v.gr., fauvismo y abstraccionismo).

3. La Crítica Vanguardista

La crítica no es un atributo exclusivo de la vanguardia en la historia del arte. Si por “arte crítico” se entiende aquél que puede ser vehículo de ideas, valores o conceptos de índole político, existen numerosos casos de arte “crítico” que precedieron, en la historia del arte, el advenimiento de la vanguardia. Basta citar al respecto a los protagonistas clave de la época del “gran realismo” del S. XIX, como Gustave Courbet, Honoré Daumier y Jean François Millet, para efectuar una distinción válida entre “arte crítico” y “vanguardia”.

El objetivo de la vanguardia es el cuestionamiento de la institución arte (la ruptura de las convenciones académicas vigentes y la creación de un nuevo lenguaje formal), en un contexto global de búsqueda de transformación de las condiciones sociales existentes y de convicción respecto de la capacidad del arte respecto de dicha transformación.

Ejemplos típicos de arte vanguardista son las denominadas “vanguardias históricas”: el dadaísmo, el primer surrealismo y la vanguardia rusa posterior a la Revolución de Octubre (especialmente en su variante “constructivista”). Pueden incluirse, aunque con reservas, el primer futurismo italiano (cooptado finalmente por la política fascista), el expresionismo alemán (dividido en diversas vertientes, desde el romanticismo experimental de Die Brücke -El Puente- y Der Blaue Reiter -El Jinete Azul- de Vladimir Kandinsky y Paul Klee hasta el compromiso político visceral de Die Neue Sachlichkeit -La Nueva Objetividad- encarnado en George Grosz, Otto Dix y Max Beckmann) y el cubismo y el neoplasticismo (De Stijl - El Estilo), caracterizados estos dos últimos por su ruptura con la perspectiva tradicional renacentista y abocados fuertemente a la autorreflexión formal.

En su análisis de las nociones de “crítica de la ideología” de Karl Marx y de “cultura afirmativa” de Herbert Marcuse, Bürger analiza la particularidad de la vanguardia “histórica” centrada en la indagación de la relación arte-sociedad y en el rechazo de dicha cultura.[11]

Bürger sostiene que la noción de “crítica de la ideología” utilizada por Marx en Crítica de la filosofía del derecho de Hegel (1843) permite la indagación de la relación arte-sociedad antes mencionada. Según Marx, la noción de “ideología” es una noción contradictoria: es falsa y verdadera al mismo tiempo. Así, por ejemplo, la religión es falsa para Marx en el sentido de que es mera ilusión: promete la redención celestial del sufrimiento terreno, pero (en forma simultánea y contradictoria) expresa la “miseria real” del mundo y aquello de lo que se “carece en la tierra”, presentándose por ende como “protesta”.

Algo semejante sucede con el arte como ideología. La noción de “cultura afirmativa” de Marcuse permite dar cuenta del carácter contradictorio de la función social del arte en la cultura burguesa: por un lado, la obra de arte muestra “verdades olvidadas” a las cuales aspiramos en este mundo (con lo que protesta frente a una realidad en la que tales verdades carecen de valor); por otro lado, encarna y cristaliza dichas verdades en el ámbito de lo “sublime” (con lo que estabiliza y perpetúa las relaciones sociales contra las que protesta).

Por ello, Marcuse denomina “cultura afirmativa” a la cultura burguesa. Es una cultura que “afirma” el mundo (desgarrado y convulso) de la realidad, porque exilia las verdades que debieran reinar en dicho mundo a una esfera apartada de la vida cotidiana. La cultura burguesa crea un reino de unidad y libertad aparentes, que apacigua las condiciones antagónicas de la existencia y oculta las relaciones de subordinación imperantes en la vida real.

La reacción de la vanguardia apunta contra tres aspectos sustantivos de la autonomía del arte en la cultura burguesa: (a) su modo de presentación, como un ámbito “contracultural” opuesto a la racionalización instrumental inherente al modelo de producción capitalista (tal como lo formulara el ideario romántico); (b) su modo de funcionamiento, que implica la existencia de un ámbito institucional que, erigido en árbitro supremo del gusto, dirime y establece el valor de las producciones artísticas; y (c) sus producciones, constituidas por obras de carácter experimental, con un alto grado de opacidad para el receptor lego no perteneciente al mundo de los “iniciados”.

Para ello, y desde el punto de vista ideológico, la vanguardia “histórica” rechaza de plano el statu quo, definido como el repertorio de normas, convenciones y tradiciones sociales existentes.

La expresión más radicalizada de este rechazo se manifiesta en la adhesión explícita a políticas partidarias de corte revolucionario y a la figura del artista-militante. La formulación en manifiestos de opiniones políticamente radicalizadas como expresión del cambio social es un rasgo central de las vanguardias “históricas”.

Conjuntamente a la crítica política, y desde el punto de vista institucional, la vanguardia “histórica” se opone fervientemente a los cánones y estilos academicistas legitimados en el ámbito de la producción, circulación y recepción:

(i) Producción: La vanguardia “histórica” expande el repertorio tradicional de procedimientos artísticos, mediante la introducción de un nuevo modo de significación al introducir (interpretándola) la propia realidad. Asimismo, repudia el concepto de “genio” (en cuanto al sujeto productor) y lo “sublime” (en cuanto al objeto producido).

A modo de ejemplo son: (a) el uso del collage (introducido por el cubismo de Pablo Picasso y Georges Braque); (b) los ready-mades de Marcel Duchamp; (c) el automatismo mecánico dadaísta de Tristan Tzara y el automatismo psicológico surrealista de André Breton; (d) el juego de los cadáveres exquisitos y el frottage según Max Ernst; (e) la libre asociación en las pinturas de René Magritte y el “infantilismo” en las de Joan Miró. [12]

(ii) Circulación: La vanguardia (a) desafía los espacios tradicionales de exhibición encarnados en los salones y las galerías (sustituyéndolos por espacios alternativos como el cabaret y las reuniones informales) y recurre a la publicación de manifiestos, revistas y almanaques, internacionalizando el gesto crítico y tendiendo redes de comunicación entre los distintos movimientos nacionales; (b) jerarquiza, utilizándolas como vehículo, expresiones artísticas diversas de la pintura y escultura (tradicionalmente consideradas, junto a la arquitectura, las “bellas artes”) como el cine, el teatro y el fotomontaje; y (c) promueve, en el campo del diseño industrial, la producción de objetos no sólo bellos sino útiles.

A modo de ejemplo son: (a) los “actos” escandalosos de los futuristas y las “veladas” dadaístas en el Cabaret Voltaire; (b) el Almanaque de Der Blaue Reiter (Vasili Kandinsky y Franz Marc); (c) el cine experimental de Sergei Eisenstein; (d) el teatro experimental de Vsévolod Meyerhold y Bertolt Brecht; (e) el fotomontaje de Hanna Höch y John Heartfield; (f) el diseño industrial del neoplasticista Gerrit Rietveld; y (g) los carteles publicitarios del tándem Alexander Rodchenko–Vladimir Maiakovski.

(iii) Recepción: Conforme a lo indicado en los ámbitos concernientes a la producción y recepción, la vanguardia “histórica” privilegia el efecto de shock, arrancando al espectador de la mera contemplación acrítica y pasiva y convirtiéndolo en sujeto interpelado por la obra.

4. Los Límites de la Vanguardia “Histórica”

Se asevera que el supuesto fracaso del objetivo de la vanguardia “histórica” (la transformación de la praxis vital) es consecuencia de un límite institucional (verificable en los tres ámbitos constitutivos del hecho artístico antes señalados: producción, circulación y recepción), enmarcado en el contexto ideológico del hipotético fin de los “grandes relatos”.

(i) Producción: Se produciría una “institucionalización” del gesto crítico de la vanguardia al incorporarse dicho gesto al establishment académico, con la consecuente pérdida de la potencia revulsiva y transformadora del mismo. La incorporación a la institución arte de los gestos anti-institucionales hace de la misma un ámbito capaz de integrar (fagocitándolo) todo aquello que las vanguardias pusieron en juego sobre sus propios fundamentos: la vacuidad de los criterios de representación y la disolución de los criterios estéticos clásicos.[13]

(ii) Circulación: La vanguardia no habría conseguido abolir la distancia entre el arte autónomo y la sociedad y habría sido absorbida por una cultura de masas industrializada funcional a la sociedad de consumo. El término “industria cultural” designa la explotación sistemática y programada de los bienes culturales con fines comerciales, vulgarizando las obras de arte como simples mercancías y suprimiendo el poder artístico como posible foco de oposición a las convenciones establecidas. La crítica se dirige a la industria cultural como producto cínicamente impuesto “desde arriba”, que impide la formación de individuos autónomos capaces de juzgar y decidir por sí mismos.[14]

Tres argumentos pueden distinguirse en la crítica a la “cultura de masas”: (a) no provoca reflexión alguna en los receptores; (b) al impedir el ejercicio autorreflexivo de los individuos, torna inalterable el orden social; y (c) refuerza dicho orden al reproducir lo “ya conocido” por el receptor, haciendo de la realidad social un presente inmutable.[15] En consecuencia, donde la vanguardia pretende instaurar una ruptura con intenciones críticas, la industria cultural en la “sociedad del espectáculo” refuerza lo “idéntico”.

(iii) Recepción: Se alude a la paradójica agudización de la escisión arte-sociedad que la vanguardia pretendió superar, fruto de la utilización de un lenguaje experimental divorciado del saber común y apto para su desciframiento sólo por una élite iniciada en los códigos de decodificación de dicho lenguaje. La unidad de las bellas artes, que legitimara la elaboración de clasificaciones por los historiadores y filósofos del arte, es ahora problematizada por el vasto dominio de la experimentación, con sus insólitas polivalencias y sus correspondencias inusitadas.[16]

El arte contemporáneo (heredado de las vanguardias “históricas”) se caracteriza, entre otros aspectos, por: (a) la crisis de la pintura como género y la omnipresencia de las instalaciones y ensamblajes (con la consiguiente yuxtaposición de las diversas disciplinas artísticas - escultura, arquitectura, música, entre otras) y la vulgarización de los procedimientos duchampianos de producción de ready-mades; (b) la necesidad de indicaciones y explicaciones sobre el significado de las obras en virtud de la confusión que genera entre los receptores el significado de la yuxtaposición antes referida; y (c) el desinterés del público y el reforzamiento concomitante de la distinción entre los que están “dentro” y “fuera” del campo artístico desde el punto de vista cultural.[17]

Por otra parte, y desde el punto de vista político, se sostiene que cualquier intento de reeditar la experiencia vanguardista crítica ha perdido su legitimación fundante, tomando como dato el fracaso de la “revolución”. Muertos los grandes relatos, muere la vanguardia. Desaparece el componente político que animaba dicha vanguardia, para dejarla reducida a la categoría de un experimento estético.

La crisis de la vanguardia “histórica”, así como de su vinculación con las ideas políticas radicales, se registra en una serie de fenómenos históricos en varias partes del mundo: (a) en Alemania, con el ascenso de Hitler al poder y la consecuente liquidación abrupta de la vanguardia, calificada como “arte degenerado”; (b) en Italia, con el ascenso de Mussolini, que si bien permitió algunos contactos con el futurismo, de todas formas optó por el neoclasicismo y el academicismo; (c) en Rusia, con el ascenso de Stalin, que puso fin a la experimentación vanguardista según los nuevos criterios de la doctrina del “realismo socialista”; y (d) en Estados Unidos, con la institucionalización, instrumentalización y propagación del ideario vanguardista europeo (principalmente, el surrealista) conforme las estrategias políticas de la nación vencedora en la Segunda Guerra Mundial, bajo la forma del “expresionismo abstracto”.[18]

Asimismo, el declive del radicalismo político de la vanguardia (en particular la ideología marxista que ha alimentado a las estrategias de la vanguardia “histórica”) está abonado por el denominado pensamiento posmoderno que introduce una serie de tópicos que cuestionan dicha ideología, al menos en su sentido tradicional.

Los componentes de dicho pensamiento posmoderno son: (a) el multiculturalismo, ya que revaloriza la diversidad histórica (“historicismo”) y cultural (“tradicionalismo”), recurriendo a la cita histórica y al eclecticismo; (b) el rechazo de las jerarquías, ya que sostiene que todas las historias y culturas tienen su valor propio y rechaza cualquier cultura con pretensiones universales (i.e.: la cultura europea), propugnando (frente al dogmatismo) el relativismo y el escepticismo; (c) el rechazo de los grandes relatos de legitimación de la civilización occidental (historia judeocristiana, hegelianismo, positivismo, progresismo de la Ilustración, socialismo y marxismo, evolucionismo), que aspiran a conducir a la humanidad a una salvación única y segura; (iv) el pensamiento débil, frente al razonamiento lógico, técnico y normativo; y (v) el consenso, al tomar distancia de toda reivindicación de la “Razón” o la “Verdad” y postular la regulación de los conflictos por la discusión y la negociación, en un sentido fáctico y dependiente del contexto (pragmatismo).

5. El Debate sobre el “Fin de la Vanguardia”

En el marco de los límites anteriormente indicados (institucionales e ideológico), se destacan una serie de interpretaciones sobre el “fin de la vanguardia”.

(i) Visiones Radicales: Consideran el momento originario de la vanguardia histórica como una alianza entre vanguardia artística y radicalismo político. Suele considerarse a estas interpretaciones posiciones “prescriptivas” de la vanguardia, ya que descalifican como tales a todos aquellos movimientos artísticos posteriores que no cumplan con dicha condición.

Jürgen Habermas sostiene que la vanguardia “histórica” (especialmente el surrealismo) es impotente para transformar la vida si no es contemporánea de un contexto político-cultural tendiente a dicha transformación. En efecto, alude a un doble problema no resuelto por la vanguardia: (a) siguiendo a Adorno, sostiene que cuando se rompe el recipiente de una esfera cultural desarrollada de manera autónoma, el contenido se dispersa y de ello no se sigue un efecto emancipador ; y (b) según el modelo tripartito y kantiano en materia de esferas culturales, afirma que en la comunicación cotidiana verdaderamente liberada, los significados cognoscitivos (ciencia), las expectativas morales (moral) y las expresiones subjetivas (arte) deben relacionarse entre sí: los procesos de comunicación necesitan una tradición que cubra las diferentes esferas culturales, en el marco general de una sociedad sin base clasista.[19]

Para Bürger, la crisis de la vanguardia obedece a que es imposible transformar la cultura sin transformar la estructura clasista que impera en la producción de bienes materiales bajo el modo de producción capitalista. En tal sentido, Bürger se aproxima a la postura de Habermas y de Guy Debord, para quien el fracaso de la vanguardia obedece al fracaso del movimiento obrero, hecho que la deja aislada en el mismo campo artístico cuya caducidad había proclamado. Bürger observa que el intento de la vanguardia por superar el cerco de la esfera autónoma, en el sentido de una reconducción del arte hacia la praxis vital, no ha tenido lugar, excepto como “falsa superación” del arte autónomo mediante el arte de evasión o cultura de masas. [20]

Para Raymond Williams, la crisis de la vanguardia crítica obedece a dos factores: (a) un factor ideológico, que implica la instrumentalización de la ideología libertaria de la vanguardia histórica, antaño crítica de las instituciones conservadoras, pero ahora funcional a la ideología del libre mercado; y (b) un factor cultural, consistente en la instrumentalización de las técnicas experimentales vanguardistas en el cine, las artes visuales y la publicidad, ahora convertidas en arte comercial de amplia difusión.[21]

De manera semejante a Bürger, García Canclini se refiere a los collages, los ready-mades, el arte en la calle, el arte ecológico urbano, los murales y los carteles de los años ‘60 como algunos de los caminos explorados para trascender la soledad elitista del “arte por el arte”. Se trata, ciertamente, de formas de expresión muchas veces críticas de la institución arte y de la sociedad. No obstante, advierte que en rigor estos intentos no exceden el ámbito de los especialistas, constituyendo en definitiva intentos de “sociologizar el arte” (es decir, de conocer su funcionamiento y proponer estrategias de transformación) y no de “socializarlo”, en el sentido de crear un arte para el pueblo.[22]

(ii) Visiones Posmodernas: Mientras las visiones “radicales” de la vanguardia parten de la necesaria articulación entre arte experimental y crítica social revolucionaria, como dos instancias indisolubles para la verdadera transformación del vínculo arte-sociedad, y de la afirmación de que la neovanguardia es una instancia donde dicha articulación se ha roto y hasta es imposible pensar en recomponerla, las denominadas visiones posmodernas celebran el fin de la vanguardia apelando a una crítica a los relatos legitimadores que le han dado impulso, tanto en el ámbito político (el pensamiento radical) como en el ámbito artístico (la tabula rasa con las tradiciones y la creación de un nuevo lenguaje).

Para Arthur Danto, al fin de la era del arte corresponde una situación en la que ningún arte es más verdadero ni más falso, históricamente, que otro. Asegura por ende que hemos ingresado a la posthistoria del arte, es decir, a la etapa histórica que ha puesto fin a los imperativos estéticos y en la que el arte se caracteriza por su carácter nómade y plural. Mientras la vanguardia consideraba el pasado como un lastre del cual había que desprenderse, el arte contemporáneo se define por el hecho de que el arte del pasado está disponible para el uso que los artistas quieran darle. El paradigma de lo contemporáneo es el collage, pero vaciado de contenido político.[23]

Danto valora el aporte duchampiano de los ready-mades. No obstante, advierte una diferencia sustancial entre la oposición de Duchamp al mundo del arte y la posición tolerante del pop-art (especialmente, el de Andy Warhol) hacia ese mundo: mientras que Duchamp pertenece a la época de los manifiestos y el enfrentamiento declarado con el pasado (los dadaístas buscaban el shock, la sorpresa y el escándalo para interferir con el circuito institucionalizado del arte), los artistas pop se incorporan voluntariamente a un sistema del que Warhol resulta una de sus principales estrellas. Desde esta perspectiva, la institucionalización de la vanguardia es un testimonio de la democratización de los museos y las instancias de consagración.

En el mismo sentido que Danto, Gerard Vilar sostiene que esta situación del arte contemporáneo permite concebirlo metafóricamente como una “república”, cuyos principios constitutivos serían: (a) la democratización del público, pues cada uno tiene derecho a elegir lo que le plazca; (b) la democratización del artista, pues cualquier cosa puede ser una obra de arte y cualquiera puede hacer arte contemporáneo; y (c) la democratización de los valores artísticos, ya que el arte está en todas partes (cine, televisión, nuevas tecnologías, diseño y moda).[24]

Eduardo Subirats, por su parte, sostiene de manera semejante a Danto que la utopía social y cultural de las vanguardias, de signo revolucionario y emancipador, lleva implícito el momento de su integración a un proceso regresivo de colonización tecnológica de la vida y de racionalización coactiva de la sociedad y la cultura (particularmente en sus vertiente futurista, constructivista y neoplasticista) y cuyos objetivos por tal motivo no deberíamos añorar. La vanguardia, según Subirats, se caracteriza por ser antihistoricista, al postular la existencia una nueva era (racionalista y tecnocrática) y verse a sí misma como el “grado cero de la historia”, conforme una concepción del poder como administración técnica.[25]

(iii) Visiones Conservadoras: Desde una postura conservadora, Daniel Bell encuentra en la posmodernidad el fin de la vanguardia como crítica radical, tanto del arte como de la sociedad. Según Bell, el modernismo se caracterizó por las revoluciones formales (la multiplicidad de planos en la tela o la atonalidad en la música) y por una nueva representación del yo: el culto a la infancia, el deleite por el absurdo y el interés por la alucinación. Lo sorprendente de los años ‘60 (como década paradigmática de la neovanguardia) es, para Bell, la agudización de dicha representación, signada por la violencia y la perversión sexual. Asimismo, la neovanguardia no aporta para Bell ninguna revolución estética notable: la preocupación minimalista por la máquina y la tecnología recuerdan a la Bauhaus y a Laszlo Moholy-Nagy y las bromas del Nouveau Réalisme repiten la estrategia de Dadá o copian retóricamente al surrealismo.[26]

En la misma vía crítica de la vanguardia, Jean Clair afirma que la vanguardia “histórica” y sus sucedáneas no sino un conjunto de “mercenarios… un tanto forajidos”. Y agrega que en el arte nadie se llamaría cubista, futurista, constructivista, dadaísta o surrealista, pues se trata de efímeras revoluciones formales se han hundido en la historia y ya no son deudoras más que de los historiadores que hoy las estudian como documentos.[28]

Según Donald Kuspit, la “anomia” afecta al arte contemporáneo y lo torna efímero, hasta el punto de hacerle perder cualquier pretensión de eternidad. Por tal motivo, el arte moderno debe recurrir al impacto (shock) y no a lo eterno, ya que debe ser comprensible al “instante” por las masas y, por tal razón, no se distingue en muchos casos de los meros objetos de consumo. Por tal motivo, el arte contemporáneo abandona la histórica intención trascendental del arte al volverse superficialmente kitsch.[29]

(iv) Visiones Modernistas: Se centran en el arte modernista concentrado en la autorreflexión sobre los procedimientos artísticos y rechazan por impotentes los intentos de la vanguardia “histórica” que pretenden desbordar dicha autorreflexión para volcarse al mundo de vida cotidiana para transformarla. Tal criterio es compartido por Clement Greenberg, Michael Fried y Theodor Adorno, frente al peligro del kitsch encarnado en la cultura de masas y su influencia en la “alta cultura”.

Greenberg fundamenta la consolidación del arte modernista en abierta oposición a la cultura del kitsch, sustentada en el entretenimiento de tipo popular y comercial producido por el capitalismo industrial. La cultura modernista, por el contrario, se presenta como una cultura de elite impulsada por artistas concentrados en los elementos formales de su disciplina, actividad que para Greenberg implica un gesto revolucionario frente a la degeneración de la cultura comercial.[30]

En un sentido semejante, Fried limita el arte a las posibilidades y convenciones generadas por y dentro de los límites del propio medio. En tal sentido, una pintura se define como “campo de color”, experimentándose como “instante” o “presente”. Con ello, Fried aboga por un rigorismo moral autorreferencial en la producción del arte abstracto y concibe a este último, desde el punto de vista político, como una experiencia estética que sirva de correctivo de la vida.[31]

Adorno, por su parte, comparte el pesimismo cultural de Greenberg frente a la cultura de masas. La preferencia de Adorno por las obras “herméticas” adquiere un doble sentido: implica adherir a una opacidad artística resistente a la fagocitación de parte por la industria cultural y su colonización por la política (v.gr., la condena del “arte degenerado” modernista por el régimen nazi, abrazado al “clasicismo” funcional a su propaganda, y la condena de la vanguardia rusa por el “realismo socialista” -transparente en su glorificación del trabajador proletario- propugnado por el estalinismo).[32]

Para Adorno, el “formalismo” del arte modernista es el elemento que irrita el orden político-social y permite al arte no ser banalizado y cosificado (es decir, devorado) por este último. Paradójicamente, dicho “formalismo” deviene “contenido” crítico y político en su resistencia frente al orden imperante.

6. ¿Fin de la Vanguardia o Autorreflexión sobre sus Objetivos?

Según Lash, el arte contemporáneo, a diferencia del arte modernista (centrado en la diferenciación o escisión arte-sociedad) se caracteriza por la des-diferenciación, tal como lo hiciera la vanguardia “histórica”.[33]

Conforme esta noción, Lash sostiene que el arte contemporáneo problematiza las condiciones de producción, circulación y recepción de las obras modernistas (basadas en las ideas de “genio” creador, obra de arte “única” y “legitimidad institucional”, aspectos que le confieren a la obra un halo de autoridad frente a la pasividad del receptor), al promover:[34]

(i) Desde el punto de vista de la producción: Un tipo de obra inorgánica, que opera a través de ideas o conceptos, lo que supone la devaluación del productor (el “genio”) y del valor perdurable de la obra de arte a lo largo de las generaciones, así como la reflexión sobre los “marcos institucionales” que otorgan legitimidad a las obras. Es un tipo de arte “antiestético”, pues lo “bello” y lo “sublime” desaparecen en detrimento de lo “informal”.

A modo de ejemplo son: (a) Joseph Beuys, quien reflexiona sobre el ready-made criticando su nihilismo y colocándose en una posición superadora del mismo, tendiente a la construcción de una nueva sociedad; (b) el Pop-Art, que ironiza ácidamente acerca de la mercantilización de la “obra de arte” (Claes Oldenburg), mientras que el conceptualismo cuestiona la relación existente entre el arte y el mercado del arte, esto es, entre el arte y el dinero que lo financia (Marcel Broodthaers; Hans Haacke); y (c) las artistas feministas, que señalan el carácter eminentemente masculino de la historia del arte y pugnan por democratizar la institución, ampliando sus parámetros de legitimación artística, política y cultural (Barbara Kruger; Cindy Sherman).[35]

(ii) Desde el punto de vista de la circulación: La reflexión “externalizada” sobre la cultura y medios de comunicación de masas, hecho que cuestiona la “internalizada” reflexión formalista del modernismo conforme las nociones de autonomía y especialización.

A modo de ejemplo son: (a) los activistas (tanto individuales – Jenny Holzer; Krysztof Wodiczko; Martha Rosler-, como grupales – Group Material; ACT-UP; AIDS; Gran Fury), que reflexionan críticamente acerca de un uso alternativo de los medios de reproducción técnica (y del espacio público como campo de batalla) para la difusión de su mensaje político, opuesto al conservadurismo ideológico y la pasividad del espectador; y (b) el arte pop, que somete a debate la estandarización de los bienes de consumo y la homogeneidad cultural, apropiándose de la “estética de la mercancía” propia de la cultura de masas a fin de dotar a sus obras de un carácter contemporáneo próximo a la vida cotidiana (James Rosenquist; Andy Warhol; Edgard Keinholz).

(iii) Desde el punto de vista de la recepción: Obras “inconclusas” y experiencias de choque (shocks) que invitan a la reflexión de los receptores, los cuales deben reunir los “fragmentos” de dichas obras y otorgarles sentido, constituyéndose en “co-creadores”.

A modo de ejemplo son: (a) los happenings y las performances de Allan Kaprow; (b) la experimentación musical del movimiento Fluxus; y (c) la escultura social de Beuys, en el marco de la estética informal del Arte Povera.

De acuerdo a lo expuesto y en cada uno de los ámbitos que constituyen la institución arte, puede afirmarse que el arte crítico contemporáneo no se agota en su mera “vampirización” por el establishment cultural, la falsa integración de la cultura de masas comercializada o la incomprensión de la experimentación por parte de un receptor anclado en sus gustos habituales. Por el contrario, el arte contemporáneo prosigue (reflexivamente) adaptando el legado de la vanguardia “histórica” al nuevo contexto cultural propiciado por los límites descriptos en el apartado 3, utilizando el espacio institucional, la cultura de masas y los gustos comunes como auténticos “caballos de Troya”.

Para Hal Foster, la continuidad de las estrategias de la vanguardia “histórica” en el arte contemporáneo puede explicarse conforme la nocion freudiana de acción diferida. [36]

Conforme a dicha noción, Foster sostiene que un fenómeno social no es “plenamente significante” en su momento inicial, sino que introduce un “trauma” (en sentido freudiano) que, posteriormente, si bien puede ser “destruido”, logra finalmente ser “restaurado”.

Con esta noción, el autor rechaza la idea de “neovanguardia” según las visiones que concluyen en el agotamiento de la vanguardia debido a su incorporación a la “institución arte”. Foster afirma que, si bien existe esa posibilidad (el momento de la “destrucción”), el objetivo original de la vanguardia puede retornar (el momento de la “restauración”) e iluminar las tareas del arte crítico contemporáneo de cara al futuro.

En un contexto general, desde el punto de vista ideológico, las posturas que sostienen el “fin de la vanguardia” apuntan al fracaso de los movimientos e ideas revolucionarias asociados a la vanguardia “histórica”, de imposible restauración en la actualidad. Por tal motivo, se asevera que el objetivo político de la vanguardia por transformar la praxis se evapora, pues el arte contemporáneo carece, a diferencia de la vanguardia “histórica”: (a) de un contexto social revolucionario encarnado en un movimiento político; y (b) de la base teórico-conceptual que operara como insumo ideológico legitimador de dicho movimiento (el “gran relato” marxista).

¿Cómo explicar entonces que el arte contemporáneo siga siendo crítico de la institución arte y ofrezca obras políticamente comprometidas en un contexto histórico sin revolución?

Obsérvese que el interrogante apunta a cuestionar el dato “revolución”, que opera como condición sine qua non para sellar el “fin” de la vanguardia política.

Una forma de abordar el interrogante mencionado lo ofrece la teoría “posmarxista” de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, que cuestiona la noción política de “revolución” como dato excluyente para el despliegue de los ideales democráticos de libertad e igualdad.[37]

Según Laclau y Mouffe, una auténtica democracia radicalizada y plural se opone la filosofía de la historia sustentada por el marxismo ortodoxo y defensora del momento revolucionario como dato excluyente para la verdadera emancipación humana.

El “pluralismo”, afirman Laclau y Mouffe, (i) es un dato constitutivo de lo social y es intrínsecamente negativo frente a las concepciones que pretenden reconducir las “posiciones de sujeto” a un principio positivo y unitario, fundante de las mismas; (ii) es “radical” en la medida en que cada uno de los elementos que conforman las articulaciones hegemónicas encuentra en sí mismo el principio de su propia validez, sin que ésta deba ser buscada en un fundamento trascendente que establecería la jerarquía o sentido de dichos elementos y operaría como garante de su legitimidad; y (iii) es auténticamente “democrático”, en la medida en que supone un desplazamiento permanente del imaginario democrático, resultante de la articulación continua de prácticas discursivas antagónicas.

Conforme a estas características, Laclau y Mouffe afirman que el concepto de guerra de posición de Antonio Gramsci permite redimensionar el mismo hecho revolucionario: implica la afirmación del carácter “procesal” de toda transformación radical, donde el hecho revolucionario es un momento interno de ese proceso. Multiplicar los espacios políticos e impedir que el poder sea concentrado en un punto son, pues, precondiciones de toda transformación realmente democrática de la sociedad.

Para los autores, el contexto político contemporáneo, signado por la crisis del dato revolucionario y la multiplicación de las luchas sociales, ofrece motivos de “optimismo político”, pues permite la radicalización de la democracia y la fragmentación creciente de los actores sociales.

Como hemos visto, de la vigencia del arte crítico contemporáneo en dicho contexto dan testimonio innumerables prácticas artísticas contemporáneas: feministas, anti-sexistas, anti-institucionales y anti-raciales (entre otras), además de otras demandas “clásicas” ancladas en el anti-clasismo y el anti-belicismo. En cuanto a los medios utilizados, las obras contemporáneas varían desde la apropiación de los desechos y la “estética de la mercancía” hasta la utilización de objetos industriales y los más diversos medios de reproducción técnica.[38]

7. Conclusión

La vanguardia es un hito en la historia del arte crítico. Constituye un paradigma cultural alternativo al arte autónomo (heredado del Renacimiento y profundizado por el modernismo, escindido de la praxis vital), caracterizado por el ejercicio de una doble crítica: (a) sociológica, sobre el funcionamiento de la institución arte; y (b) política, sobre la capacidad del arte para transformar la sociedad.

En su momento original, la vanguardia “histórica” rechaza de pleno las normas y tradiciones. Políticamente, el artista vanguardista abandona la “torre de marfil” y asume el papel de artista-militante: escribe manifiestos y confía en su actividad como instrumento de cambio social, en un contexto político donde las ideologías radicales emergen como un “fantasma” que parece jaquear el status quo. Sociológicamente, cuestiona la institución arte en todos sus aspectos sustanciales: los procedimientos academicistas, los espacios de exhibición convencionales y la actitud pasiva y acrítica de los receptores.

Para el logro de sus objetivos anti-institucionales, adopta muchas veces gestos irónicos y corrosivos, no sólo ampliando (y perturbando) las experiencias estéticas convencionales, sino también criticando las relaciones de alienación “naturalizadas” ocultas por los viejos procedimientos artísticos: formas de hacer y de ver impuestas por la institución, así como el “silencio” y la reverencia hacia la obra “bella” del artista “genial”, impuestos por la arquitectura del museo y los salones consagratorios.

Retrospectivamente, se afirma que dicho momento original es “historia” y se asevera que han fracasado las estrategias de shock del artista de vanguardia, próximo a la vida cotidiana (ya sea incursionando en la “bajeza” del cabaret u otorgándole valor artístico a objetos de uso vulgar) y vinculado al radicalismo político.

Nada parece haber quedado de aquel hito: el radicalismo político se ha desvanecido en el contexto del “fin de las ideologías” y se han agotado sus estrategias anti-institucionales: sus producciones son fomentadas por la institución y fatalmente mercantilizadas, domesticando la crítica; su objetivo de insertarse en una nueva praxis, liberada de la razón instrumental, ha sido sepultado por la sociedad de masas, que “reconcilia” el mercado con la cultura y torna la cultura funcional al mercado; y, finalmente, la permanencia de un orden social signado por una perpetua disparidad de acceso a los bienes culturales determina la opacidad del arte de “hibridación” de la vanguardia (que problematiza las “bellas artes”) frente al “gran público”, incapaz de decodificarlo y alejado del grupo selecto de especialistas que rinden culto a la novedad.

Sin embargo, el arte crítico contemporáneo continúa y profundiza, de manera autorreflexiva y adaptada a su momento histórico, las prácticas vanguardistas.

En rigor, esta interpretación se impone al analizar las propias prácticas críticas contemporáneas: obras inorgánicas que devalúan las ideas tradicionales de “genio” y de “belleza”, autorreflexionan sobre los “marcos institucionales” y la relación de la obra con el mercado del arte, se apropian de los recursos ofrecidos por los medios de comunicación de masas y confían tanto en la potencia de la “provocación” para “sacudir” los estereotipos artísticos heredados como en la capacidad de los individuos para erigirse en “co-creadores” de la obra.

Pero el arte contemporáneo no sólo profundiza en la crítica sociológica vanguardista de la “institución” arte, sino que también expande y actualiza sus objetivos políticos: a las críticas a la desigualdad social y las críticas antibelicistas típicas del momento original vanguardista suma novedosas críticas anti-institucionales dentro del propio campo artístico, ya sea la crítica de la “sociedad de la información” y, probablemente, el aporte más significativo desde el punto de vista político: la crítica anti-sexista y, específicamente, el arte feminista.

En virtud de lo expuesto, podría concluirse, en contraposición a las visiones que sostienen que la vanguardia se ha agotado, que el arte crítico contemporáneo es el hijo transformado de la vanguardia “histórica”, que honra su memoria, preserva su legado y permite pensar, todavía, en la transformación de la praxis vital. Sin tomar por asalto ningún Palacio de Invierno, sino apropiándose en beneficio propio del arsenal ofrecido por ese palacio (convertido en múltiples palacios móviles) y convirtiendo ese único asalto en múltiples estrategias, diversas y plurales, de corrosión de sus muros impiadosos y excluyentes.

[1] Bürger, Peter, Teoría de la Vanguardia, Barcelona, Península, 1997.
[2] Habermas, Jürgen, Teoría de la acción Comunicativa I, Madrid, Taurus, 1999.
[3] Bürger, Peter, op. cit.
4 Bourdieu, Pierre, Creencia Artística y Bienes Simbólicos, Buenos Aires, Aurelia Rivera Grupo Editorial, 2003.
[5] Skiner, Larry, La Invención del Arte, Barcelona, Paidós, 2004.
[6] Givone, Sergio, Historia de la Estética, Madrid, Tecnos, 2002.
[7] Bourdieu, Pierre, op. cit.
[8] Lash, Scott, Sociología del Posmodernismo, Buenos Aires, Amorrortu, 1997.
[9] Bourdieu, Pierre, Langage et Pouvoir Symbolique, París, Seuil, 2001.
[10] Lash, Scott, op. cit.
[11] Bürger, Peter, op. cit.
[12] Para un abordaje global de los ejemplos de vanguardia “histórica” citados en este texto, véase De Micheli, Mario, Las Vanguardias Artísticas del Siglo XX, Madrid, Alianza Editorial, 2001.
[13] Michaud, Yves, La crise de l´art contemporain, Paris, Quadrige, 2006 y El Arte en Estado Gaseoso, México, Fondo de Cultura Económica, 2007.
[14] Horkheimer, Max y Adorno, Theodor, Dialéctica de la Ilustración, Madrid, Trotta, 2001.
[15] Eco, Umberto, Apocalittici e Integrati, Milan, Bompiani, 1997.
[16] Hobsbawm, Eric, A la Zaga, Barcelona, Crítica, 1999.
[17] Jimenez, Marc, La querelle de l´art contemporain, Paris, Gallimard, 2005.
[18] Guilbault, Serge, De cómo Nueva York robó la idea de Arte Moderno, Valencia, Tirant lo Blanch, Valencia, 2007.
[19] Habermas, Jürgen, Ensayos Políticos, Barcelona, Península, 1994.
[20] Bürger, Peter, op. cit.
[21] Williams, Raymond, La Política del Modernismo, Buenos Aires, Manantial, 1997.
[22] García Canclini, Néstor, La Producción Simbólica, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005.
[23] Danto, Arthur, Después del Fin del Arte, Barcelona, Paidós, 1997.
[24] Vilar, Gerad, Las Razones del Arte, Madrid, Visor, 2005.
[25] Subirats, Eduardo, El Fin de la Vanguardia, Barcelona, Anthropos, 1989.
[26] Bell, Daniel, Las Contradicciones Culturales del Capitalismo, Madrid, Alianza, 1994.
[28] Clair, Jean, La Responsabilidad del Artista, Madrid, Visor, 2000.
[29] Kuspit, Donald, El Fin del Arte, Madrid, Akal, 2006.
[30] Greenberg, Clement, La Pintura Moderna y otros ensayos, Madrid, Siruela, 2006.
[31] Frascina, Francis; Harris, Jonathan; Harrison, Charles y Wood, Paul, La Modernidad a Debate, Madrid, Akal, 1999.
[32] Jimenez, Marc, Theodor Adorno. Arte, ideología y teoría del arte, Buenos Aires, Amorrortu, 2001.
[33] Lash, Scott, op. cit.
[34] Lash, Scott, Crítica de la Información, Buenos Aires, Amorrortu, 2005.
[35] Para un abordaje global de los ejemplos del arte contemporáneo citados en este trabajo, véase Bois, Yve-Alain; Buchloh, Benjamin; Foster, Hal; Krauss, Rosalind, Arte desde 1900, Madrid, Akal, 2006.
[36] Foster, Hal, El retorno de lo real, Madrid, Akal, 2001.
[37] Laclau, Ernesto y Mouffe, Chantal, Hegemonía y Estrategia Socialista, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003.
[38] Al respecto, véase Rauning, Gerald, Art and Revolution. Transversal Activism in the long twentieth century, Los Angeles, Semiotext(e), 2007.

LA IMAGEN CRÍTICA

“Yo no puedo decirte en qué influye el arte ni mucho menos cómo influye, pero sí sé que a menudo el arte ha servido para juzgar a los jueces, para vengar a los inocentes y para mostrar al futuro lo que fue un pasado de sufrimiento, algo que no puede ser olvidado. Sé también que el poder teme al arte cualquiera sea la forma en que se manifieste; al ocurrir eso, y cuando una manifestación artística, la que sea, corre como un rumor entre la gente acaba convirtiéndose en leyenda porque ofrece un sentimiento, una conciencia de que una vida llena de brutalidades no debe consentirse, lo que se convierte en un sentimiento que nos une; un sentimiento, al fin y al cabo, inseparable de la justicia”.

John Berger, “Mineros”, 1989.

1. Qué es el “Arte Crítico”

La noción de “arte crítico” se vincula con la atribución otorgada por Jürgen Habermas a las denominadas “ciencias de orientación crítica”. Para Habermas, dichas ciencias -como el materialismo histórico marxista o el psicoanálisis freudiano- se caracterizan no solo por describir hechos sociales o psicológicos sino por su pretensión simultánea de captar “relaciones de subordinación” en cada uno de esos ámbitos y contribuir a la superación de las mismas.[1] Adoptando y aplicando dicha interpretación a los fenómenos artísticos, puede entenderse por “arte crítico” el arte susceptible tanto de describir relaciones de dependencia como de contribuir a su transformación.

El arte crítico implica, en consecuencia, una práctica cultural de oposición confrontada con la cultura hegemónica. Según Benjamin Buchloh, es función de la cultura hegemónica “sostener el poder (…) a través de la representación cultural”, mientras que las prácticas culturales de oposición “articulan la resistencia al pensamiento jerárquico, subvierten las formas de experiencia privilegiadas y desestabilizan los regímenes dominantes de la visión y la percepción, como también pueden desestabilizar de modo masivo y manifiesto las ideas dominantes de poder hegemónico”.[2]

Conforme lo expuesto, puede entenderse la noción de “crítica” como una noción que denota contra-poder por parte de un individuo o de un conjunto de individuos, a fin de dar cuenta de relaciones sociales consideradas de opresión o de alienación y provocar en los afectados un proceso de reflexión.

Dado que los afectados están insertos en el “mundo social”, si por “mundo social” se entiende el conjunto de relaciones interpersonales legítimamente reguladas en una comunidad,[3] es claro entonces que la crítica implica algún tipo de cuestionamiento o problematización del sistema de reglas morales que constituye la base de dichas relaciones. Hablaremos de arte crítico cuando esta capacidad de un individuo o de un grupo recurre a los medios artísticos para expresarse, siendo la obra de arte “crítica” el resultado de dicha estrategia.

2. La historicidad de las formas artísticas

Históricamente, las características que ha asumido el arte crítico son extremadamente diversas. En tal sentido, puede afirmarse que existe una historicidad de las formas artísticas, cuyas particularidades condicionan los modos de producción, circulación y recepción de las obras de arte.

Como indica Susan Buck-Morss: “Sea la imagen de una cámara o de una pintura de caballete, la de un montaje fílmico o de un diseño arquitectónico, lo que importa es que la imagen proporcione una experiencia sensual, cognitiva, que sea capaz de resistir la autojustificación del poder abusivo. El arte visual se convierte, de esta forma, en político”.[4]

Una manera de abordar dicha historicidad de los medios artísticos es la noción de “paradigmas culturales” de Scott Lash.[5]

Según Lash, los distintos paradigmas culturales (i.e., el realista, el modernista y el posmodernista) poseen diferentes “modos de significación”, entendidos como la relación entre un significante (la obra artística), un significado (el concepto al que se vincula la obra) y un referente (el objeto real al que se vinculan tanto la obra como el concepto).

Conforme la descripción de Lash, el modelo realista aspira a la representación de la realidad, ofreciendo una correspondencia lineal entre el significante, el significado y el referente. Por tal motivo, la imagen crítica realista es una imagen en principio fácilmente comprensible para el receptor.

La época del denominado “gran realismo” francés, en el marco del clima revolucionario el siglo XIX, ofrece un buen compendio de imágenes realistas críticas.





El vagón de tercera
Honoré Daumier, 1862-1864
National Gallery of Canada, Otawa



Según Mario De Micheli: “En el curso del movimiento revolucionario burgués, la presión de las fuerzas populares (…) es captada por los intelectuales como un elemento decisivo de la historia moderna. Por lo tanto, el mismo arte y la literatura son vistos como espejos de esa realidad, expresión activa del pueblo (…) Es natural que en un período (…) de combustión revolucionaria, la realidad fuese el problema central en la producción estética, desde la poesía a las artes figurativas. Por ello (…) alcanza su máximo esplendor la gran época del realidad (…) La realidad histórica se hace así contenido de la obra a través de la fuerza creativa del artista, el cual, en vez de traicionar sus características, ponía en evidencia sus valores. En otras palabras, la realidad-contenido, al actuar con su prepotente empuje dentro del artista, determinaba tambien la fisonomía de la obra y su forma (…) El arte no pide ser más que una representación objetiva de la realidad, una expresión no deformada de la misma (…) Por lo tanto, una regla fundamental del realismo era el vínculo directo con todos los aspectos de la vida, incluidos los aspectos inmediatos y cotidianos: fuera la mitología, fuera el cuadro de revocación histórica, fuera la belleza convencional de los cánones clásicos”.[6]

Conforme Lash, el paradigma modernista, a diferencia del realista, prioriza la forma sobre el contenido y, con dicho gesto, el valor del significante frente al significado y el referente: el arte moderno será, sobre todo, el arte de la reflexión sobre la forma y la emancipación de la forma de las convenciones de la realidad. Por tal motivo, este tipo de arte es en buena medida “opaco” para la comprensión del receptor, al que le resultará difícil atribuir un sentido a la obra si carece de los saberes necesarios para decodificarla.

Un ejemplo destacado de arte modernista crítico es el denominado arte abstracto de mediados del S. XX surgido en los Estados Unidos, en el marco político de la Guerra Fría.

En tal sentido, Serge Guilbault afirma que “para poder hablar del horror sin aceptarlo, algunos artistas experimentaron con un lenguaje abstracto (…) Al mirar retrospectivamente los años treinta, los intelectuales radicales no veían sino una serie de desastres y fracasos: los juicios de Moscú, la Guerra Civil Española, el fracaso de la literatura proletaria, el pacto Hitler-Stalin, la bomba atómica (…) Gottlieb y Rothko creían que se podía usar el mito y el arte primitivo para expresar las ansiedades contemporáneas (…) Su actitud era un mito en sí misma, el mito del buen salvaje, del retorno al vientre materno. Se mantuvieron firmes en la idea de que haciendo tabula rasa podían salvar la cultura occidental, purificarla y reconstruirla sobre nuevas bases”.[7]




Untitled (Purple, White and Red)
Mark Rotkho, 1953
The Art Institute of Chicago


Finalmente, Lash sostiene que el paradigma artístico posmodernista de las últimas décadas del S. XX, al incorporar en la obra objetos de la vida cotidiana (íntegros o fragmentados) y borrar las fronteras entre la alta cultura y la cultura de masas, ya no problematiza los aspectos “formales” sino la propia realidad.

Un tema central de la crítica posmoderna es la crítica de la cultura de masas. El artista posmoderno se apropia de dicha cultura para desenmascarar las relaciones de poder enmascaradas por la misma.

La obra de Barbara Kruger, por ejemplo, opera sobre imágenes de la cultura de masas, como fotografías extraídas de revistas y otras fuentes de circulación masiva e intervenidas con textos inesperados.




Untitled (I shop, therefore I am)
Barbara Kruger, 1987
Mary Boone Gallery, Nueva York


Según Rosalind Krauss, con Kruger el artista se convierte en manipulador de signos más que en productor de objetos de arte y el espectador, en lector activo de mensajes más que en receptor pasivo de la estética o consumidor de lo espectacular.[8]


3. Estrategias Críticas

3.1 El fotomontaje

El fotomontaje (o la combinación de fotografías para crear una imagen compuesta) es crucial en la historia del arte crítico, como medio reproductor de una imaginería propagandística concebida como “contra-estética”.

Según Arthur Danto, el arte del montaje “significa montar fotografías de manera que salgan a la luz sorprendentes y profundas afinidades de las que son capaces las metáforas”.[9] Se trata de que la metáfora sacuda las mentes y despierte sentimientos por medio de conexiones entre fenómenos yuxtapuestos, irracionales y abruptos.

Mientras el realismo crítico simplemente “copia” la realidad, el fotomontaje la “reordena”, en sentido literal y simbólico, mediante el uso de una técnica que puede prescindir del talento especializado. Se trata de un arte sin mayúsculas, sin pretensiones de eternidad e inmerso en la realidad inmediata.

John Heartfield, por ejemplo, depuró esa técnica “sencilla” hasta borrar las suturas entre los diversos fragmentos fotográficos, dotando de absoluta credibilidad documental a las imágenes resultantes.

Por tal motivo, el fotomontaje de Heartfield parte de un receptor activo a la “resignificación” de la realidad, en un proceso compuesto por dos instancias simultáneas, según las cuales la realidad: (a) no es una unidad o un todo orgánico “transparente”, sino una materia fragmentaria y caótica (constituyéndose el fotomontaje en el reflejo de dicha realidad fragmentada) y (b) puede ser “reconstruida”, si somos capaces de rearmar los fragmentos en otra realidad emancipada del orden social existente (el fotomontaje reconstruye los fragmentos haciendo crítica social y expresando por ende otra realidad no solo posible sino deseable).

Con Heartfield, el fotomontaje se convierte en una implacable forma de denuncia política en el AIZ (Periódico Ilustrado de los Trabajadores), lo que traduce su claro objetivo de cambio político y el rechazo del arte de “museo”. Por sus particularidades técnicas, el fotomontaje ilustra además las nuevas capacidades de reproducción técnica celebradas por Walter Benjamin en su potencial crítico y revolucionario: frente a la estetización de la política por parte del fascismo, el socialismo responde, en Heartfield, con la politización del arte.



¡Hurra, se terminó la manterquilla!
John Heartfield, 19 de diciembre de 1935


3.2 Contra el arte “falocéntrico”

Cindy Sherman, por su parte, recurre al medio fotográfico y permite una aproximación a la discusión de Walter Benjamin sobre el potencial uso democrático de la fotografía, en la que pueden obtenerse infinidad de copias de un mismo negativo, en contraste con el “aura” de individualidad concedida a las “bellas artes” como objetos singulares. No obstante, tan importante como la reproducción técnica es el efecto de shock que, para Benjamin, sustrae al receptor de la contemplación pasiva volviéndolo un sujeto interpelado por la obra. En tal sentido, las fotografías de Sherman también “funcionan” como un despiadado índice acusatorio de las determinaciones culturales que constriñen la mirada de los espectadores.

En la serie Untitled Stills, Sherman ofrece una serie de fotogramas en blanco y negro sobre escenas imaginarias de películas nunca realizadas (películas serie “B”, de terror o de la Nouvelle Vague). La artista aparece (irónicamente) en poses típicamente femeninas, casi siempre con bastante torpeza, en el contexto de historias melodramáticas o kitsch.[10]

Fotógrafa y actriz en simultáneo, Sherman es, siempre, sujeto y objeto de su obra. Su objetivo es interpretar críticamente papeles femeninos culturalmente establecidos, reproducidos hasta el hartazgo por los diferentes medios de comunicación. Como indica Hal Foster, estos fotogramas evocan el “sujeto como imagen”. Muestran a sujetos femeninos autovigilados o en estado de enajenación psicológica (“yo no soy lo que imaginaba ser”).[11]

En tal sentido, Krauss señala que más allá de deshacerse del “yo” como autora, lo que estas obras insinúan es que la misma condición del “yo” se basa en la representación: en las historias que se cuentan a los niños o los libros que leen los adolescentes, en las imágenes difundidas por los medios de comunicación a través de las cuales se interiorizan los tipos sociales y en la resonancia entre las narraciones fílmicas y las proyecciones de la fantasía. De ahí la transparencia de la persona en los papeles y las situaciones que toman forma en las imágenes públicas, proyectadas primero por el cine y luego por la televisión. Sherman, en representación de todos nosotros, es construida (tal como somos construidos) por esas estrategias.




Untitled Film Stills, N° 84
Cindy Sherman, 1984


3.3 Apropiándose del medio (para transmitir el mensaje)

Jenny Holzer, otra “agitadora” de museos, utiliza la palabra como instrumento crítico: divulga mensajes, sentencias, tesis y antítesis sobre temas tabú. Irrumpe en el espacio público y estampa aforismos en camisetas y carteles distribuidos en la ciudad (cabinas telefónicas, parquímetros y paredes). Las frases, al estilo superficial del Reader´s Digest, aluden a las condiciones sociales imperantes, la vida cotidiana, la violencia y la sexualidad, provocando el shock y la reflexión en el lector.

En la serie Survival, Holzer presenta textos en varias combinaciones de carteles electrónicos, pantallas electrónicas de tamaño reducido y mesas de control de iluminación fotográfica.

En 1988, Holzer se “apropió” de Picadilly Circus utilizando como soporte una pantalla electrónica (LED) en la que aparecían frases como “Protect me from I want” (“Protégeme de lo que deseo”), “Abuse of power comes as no surprise” (“El abuso de poder no nos sorprende”), “Absolute submission can be a form of freedom” (“La sumisión total puede ser una forma de libertad”).




Protect Me from What I Want
Jenny Holzer, 1988.
Picadilly Circus, Londres



Con este mecanismo publicitario, Holzer incursiona en múltiples lugares, como estadios deportivos y bancos (entremezclando sus frases lapidarias con las noticias del mercado de valores), buscando la proximidad de la publicidad ordinaria para explotar el contraste. También crea bancos de piedra con textos grabados en los que podrían sentarse los visitantes de la exposición. Denomina Under a Rock a estos objetos que invitan tanto al descanso y la contemplación como a la reflexión y el desconcierto (“Savour kindness because cruelty is always possible later” (“Saborea la amabilidad porque la crueldad siempre es posible más tarde”) frase inscripta en un banco de piedra ubicado al aire libre en la Peggy Guggenheim Collection de Venecia).




Savour kindness because cruelty is always possible later
Jenny Holzer
Peggy Guggenheim Collection, Venecia
(Imagen del autor)

Toby Clark señala que la intervención de Holzer en carteles, placas de bronce, losas de granito y letreros electrónicos ofrece mensajes que no utilizan “su” voz, sino el estilo de las voces anónimas de la autoridad: gobierno, educación, anuncios oficiales y otras fuentes de advertencia pública o confesión privada.[12]

Ejemplo de ello son los Verismos, una serie de carteles que muestran una sucesión de cientos de afirmaciones, en orden alfabético, sin imágenes. Las declaraciones adoptan diversos modos discursivos, como instrucciones, eslóganes, tópicos, reproches y demandas (“Esconder tus motivos es despreciable”-“Recuerda que siempre tienes libertad de elección”). Tomada individualmente, cada declaración podría resultar convincente o persuasiva, pero, acumuladas, comienzan a mostrar sus contradicciones y a anularse mutuamente.

Clark señala que al situarse en entornos urbanos, junto a anuncios auténticos y señales de tráfico, las intervenciones de Holzer reflejan la experiencia de la vida en la ciudad, en la que la proliferación de mensajes en competencia ha creado un bosque desconcertante de signos autoritarios. “Los lenguajes coercitivos suelen estar ocultos, actuando en todo momento y lugar: cuando se exponen parecen ridículos. Y los ‘Verismos’ se leen como un diccionario de ese tipo de lenguajes, despojándolos de su poder fascista”.[13]

De manera semejante a las serigrafías de Warhol, podría decirse que la estrategia de la repetición en Holzer constituye una estrategia que subvierte el flujo de los mensajes publicitarios y de la cultura de masas. Así como Warhol interpela al sujeto al repetir la imagen de un accidente automovilístico (imagen que en sí misma no provoca reacción alguna cuando se encuentra aislada en la página policial), Holzer problematiza la “naturalización” de los eslóganes al arrancarlos de su contexto, obligándolos a dialogar entre sí. Es el desconcierto que provoca dicho “diálogo” (construido en forma casi surrealista) lo que permite la reflexión sobre la veracidad de cada eslogan en particular, que funciona cotidianamente en otro contexto, cotidiano y naturalizado como la imagen de los periódicos serializada y apropiada por Warhol.


3.4 Activistas grupales

Los colectivos artísticos ACT-UP, AIDS y Gran Fury constituyen uno de los más efectivos ejemplos de intervenciones activistas, vinculados a la lucha contra los estereotipos sexuales y los prejuicios sobre el SIDA. Dichas agrupaciones despliegan diversas técnicas y medios, dependiendo de la ocasión: carteles llamativos con imágenes apropiadas y textos inventados para manifestaciones específicas, adaptaciones subversivas de anuncios empresariales, páginas de periódicos de circulación general y cámaras de video que registran los abusos policiales.

Los grupos antes mencionados recurren a una amplia serie de prácticas artísticas: los fotomontajes de Heartfield, la obra gráfica del pop, la performance, la reflexividad crítica institucional del conceptualismo y el empleo de las imágenes del arte feminista.

Algunas de estas estrategias estaban ya presentes en el cartel anónimo que inundó Nueva York: el mordaz Silence=Death (1986). Estas dos palabras aparecían en letras blancas sobre un fondo negro con un triángulo rosa, el emblema nazi de los homosexuales en los campos de concentración. El letrero condena la inacción gubernamental y la indiferencia pública frente a la epidemia del SIDA, explicadas detalladamente en una serie de preguntas y exhortaciones insertas con letras menudas en la parte inferior. Este letrero adoptó muchas formas: carteles, pancartas, camisetas, insignias y pegatinas.[14]

Algunos activistas utilizaron el horror gráfico, desplegado en el cartel realizado en 1988 por el grupo Gran Fury, que solamente mostraba la huella de una mano en rojo sangre (el signo del asesinato), con los textos “The Government Has Blood On Its Hands” y “One AIDS Death Every Half Hour”.

El colectivo Gran Fury recurrió también a las estructuras de comunicación de masas, utilizando imágenes y eslóganes sobre fondos de estética publicitaria.

En el afiche Kissing Doesn´t Kill (1989), seis personas de diverso color de piel componen tres grupos (heterosexual, gay y lésbico) sobre un fondo inmaculado. La gráfica es una apropiación directa de la utilizada por la marca italiana Benetton Group. Los afiches fueron realizados para los paneles publicitarios de los ómnibus que circulaban por las calles.[15]




Kissing Doesn´t Kill
Gran Fury, 1989.



Este ejemplo es complejo, pues su transparente mensaje político (la defensa de la libertad sexual) se combina con la crítica al supuesto compromiso con el multiculturalismo de la empresa Benetton (una actitud “políticamente correcta”) y la falsedad de dicho supuesto compromiso, consistente en realidad en una estrategia de ventas y no un eslogan de democracia cultural.

Un caso notable de arte activista colectivo vinculado al problema del SIDA es The Quilt Aids Project, creado por un grupo voluntario de la ciudad de San Francisco. Se trata de una obra compuesta paneles de 91 x 182 cm., unidos por los amantes, amigos o familiares de muertos por el SIDA y decorados con nombres, mensajes, dibujos, recuerdos y regalos. Los fragmentos se unen y exponen públicamente y constituyen el work-in-progress más extenso de la actualidad, liderado por Cleve Jones (recientemente reivindicado en el film Milk, de Gus van Sant) - ver al respecto http://www.aidsquilt.org/ y http://www.clevejones.com/).

El arte crítico nos sacude e interpela, transformando al espectador en actor convocado a transformar el mundo circundante.

[1] McCarthy, Thomas, La teoría crítica de Jürgen Habermas, Madrid, Tecnos, 1998.

[2] Buchloh, Benjamin, Arte desde 1900, Madrid, Akal, 2006, p. 26.

[3] Giddens, Anthony, Las Nuevas Reglas del Método Sociológico, Buenos Aires, Amorrortu, 1997.

[4] Buck-Morss, Susan, Mundo Soñado y Catástrofe, Madrid, Visor, 2004, p. 122.

[5] Lash, Scott, Sociología del Posmodernismo, Buenos Aires, Amorrortu, 1997.

[6] De Micheli, Mario, Las vanguardias artísticas del Siglo XX, Madrid, Alianza editorial, 2001, p. 16 y ss.

[7] Guilbault, Serge, De cómo Nueva York robó la idea de Arte Moderno, Valencia, Tirantlo Blanch, 2007, p. 203 y ss.

[8] Krauss, Rosalind, Arte desde 1900, p. 580.

[9] Danto, Arthur, La Madonna del Futuro, Barcelona, Paidós, 2003, p. 37.

[10] Crimp, Douglas, “Imágenes”, en Arte Después de la Modernidad, Madrid, Akal, 2001.

[11] Foster, Hal, El Retorno de lo Real, Madrid, Akal, 2001, p.152.

[12] Clark, Toby, Arte y propaganda en el Siglo XX, Madrid, Akal, 1997.

[13] Ibid. p. 156.

[14] Foster, Hal, Arte desde 1900, pp. 606 a 608.

[15] Timmers, Margaret (ed.), The Power of the Poster, London, V&A Publications, 1998, p. 145.