El objetivo de este artículo es la presentación de algunas particularidades del pensamiento posmoderno en el campo artístico y una selección de interpretaciones ofrecidas por dicho pensamiento acerca del fin de la vanguardia artística en tanto hito de la modernidad.
Mientras las visiones radicales de la vanguardia parten de la necesaria articulación entre arte experimental y crítica social revolucionaria, como dos instancias indisolubles para la verdadera transformación del vínculo arte-sociedad, y de la afirmación de que la neovanguardia en el arte contemporáneo es una instancia donde dicha articulación se ha roto y hasta es imposible pensar en recomponerla, las visiones posmodernas celebran el fin de la vanguardia apelando a una crítica de los relatos legitimadores que le han dado impulso, tanto en el ámbito de la política (el pensamiento radical) como en el ámbito artístico (la tabula rasa con las tradiciones y la creación de un nuevo lenguaje).
El pensamiento posmoderno se opone a las siguientes ideas asociadas a la modernidad: el universalismo racionalista, la fe en la ciencia y la técnica, la dominación-explotación de la naturaleza por y para la humanidad, el humanismo progresista, el desprecio del pasado o su integración a la manera de etapas históricas previas que preparan o anuncian la modernidad (los grandes relatos) y el utopismo.
Desde el punto de vista cultural, la cultura posmoderna tiene su piedra de toque a fines de los ‘50 y principios de los ’60 y se asocia a un debilitamiento del modernismo (tanto ideológico como desde el punto de vista formal), siendo sus manifestaciones artísticas un conjunto caótico y heterogéneo de expresiones (tales como el pop art, el punk, la música experimental de John Cage o la literatura beat de William Burroughs).
En adición a la disparidad de las formas posmodernas, cierta cultura posmoderna se caracteriza por ser superficial y carecer de emoción, pues se sustenta en imágenes sin profundidad, incapaces de otorgar significado alguno, tal como sucede con las reproducciones (simulacros) de Andy Warhol.
Es ahistoricista, pues vampiriza los estilos del pasado en un presente atemporal (siendo un buen ejemplo arquitectónico de eclecticismo posmoderno -conforme Frampton- la Piazza d´Italia de Charles Moore, en New Orleans).
Precisamente es en el campo arquitectónico donde surge la noción de posmodernidad, frente al supuesto autoritarismo de la arquitectura racionalista del Estilo Internacional.
Para Charles Jencks, el fin del modernismo y el tránsito al posmodernismo se produce a las 15:32 hs. del 15 de julio de 1972, cuando se dinamita (por considerárselo inhabitable) el complejo habitacional Pruitt-Igoe en St. Louis. Las ideas del CIAM (Congreso internacional de arquitectos modernos), imbuidas de los parámetros del International Style encarnado por Le Corbusier y Mies Van der Rohe, entre otros, cederían ante la embestida de otras posibilidades, entre las cuales sobresale el influyente decálogo Learning from Las Vegas (1972), celebratorio de la diversidad y el eclecticismo, de Robert Venturi.
El principio general de la arquitectura posmoderna es la destrucción consciente del estilo, la canibalización de la forma arquitectónica y el recurso (irónico y desconcertante) a la cita clásica. La arquitectura posmoderna se caracteriza por (i) el reemplazo de un estilo “aurático” por un estilo populista; (ii) el abandono de la utilización coherente de ciertos materiales constructivos (vidrio o cemento) en favor del pastiche; y (iii) el antihistoricismo, ya que sus referencias históricas carecen de densidad para disolverse en un vacío kitsch.
El arquitecto posmoderno puede aprender del estudio de los paisajes populares y no está sujeto a ideales abstractos, teóricos y doctrinarios.
David Harvey (1995) señala en tal sentido que “las torres de vidrio, los bloques de concreto y las planchas de acero que parecían concebidos para aplastar los paisajes urbanos de París a Tokio y de Río a Montreal, denunciando todo ornamento como un crimen, todo individualismo como sentimentalismo, todo romanticismo como kitsch, han dado lugar, progresivamente, a los edificios en torre ornamentados, a la imitación de las plazas medievales y pueblos pesqueros, a diseños tradicionales o viviendas vernáculas, a fábricas y depósitos reciclados y a la reconstrucción de toda clase de paisaje en nombre de un medio ambiente urbano un poco más satisfactorio”.
Conforme Gianni Vattimo (1994), “el lugar del arte” se diluye en “los lugares del arte”. En el mundo posmoderno, no hay un lugar desde el cual se proyecte la utopía (el “no lugar”). Pasamos de la utopía a la heterotopía, la multiterritorialidad del arte y el fenómeno estético. El concepto de heterotopía hace referencia tanto al hecho de que el arte ingresa en contextos tradicionalmente no asimilados al mismo (el espacio urbano o natural) como a su disolución en formas tradicionalmente no artísticas, como la publicidad, la moda o el diseño industrial.
La "desautonomización" global de un lugar para el arte lo conecta cada vez más con lo real. De este modo, la estetización general de la existencia no es una utopía sino una posibilidad concreta que ofrece la sociedad tecnológicamente avanzada. Dice Vattimo al respecto: “La muerte del arte no es sólo la muerte que podemos esperar de la reintegración revolucionaria de la existencia, sino que es la que de hecho ya vivimos en la sociedad de cultura de masas, en la que se puede hablar de estetización general de la vida en la medida en que los medios de difusión que distribuyen información cultural y entretenimiento, aunque siempre con los criterios generales de belleza (atractivo formal de los productos), han adquirido en la vida de cada cual un peso infinitamente mayor que en cualquier otra época del pasado”.
Es importante señalar que el término posmoderno aglutina interpretaciones, teorías, disciplinas y valores diversos. Es posible por ello hallar elementos tanto afines a los objetivos de la vanguardia crítica como elementos divorciados de los mismos.
Ejemplo de lo dicho es la crítica de Jacques Derrida al logocentrismo (la búsqueda de un sistema universal de pensamiento capaz de revelar lo que es verdadero, correcto o bello) que habría predominado coactivamente en la filosofía occidental y en sus instituciones políticas.
En oposición al logos, la práctica deconstructivista de Derrida tiene por finalidad representar las diferencias, en el marco de un mundo sin centro (descentralizado), abierto y auto-reflexivo. Mientras la vanguardia, en su crítica a las tradiciones ancladas en la institución arte, puede considerarse posmoderna en cuanto ejercicio autorreflexivo y descentralizado (para Lash la vanguardia, especialmente el surrealismo, es posmoderna avant la lettre), la vinculación política de la vanguardia con la gran narrativa ofrecida por el marxismo haría de la misma un ejercicio moderno y no posmoderno.
Desde el punto de vista artístico, el arte posmoderno se caracteriza, según Rosalind Krauss (2002) por ser un arte extendido.
Ejemplo de dicha “extensión” es la crisis de la noción de escultura derivada del land-art (de Robert Smithson o Walter de Maria), que problematiza la noción tradicional de escultura (como monumento o práctica autorreflexiva) claramente opuesta al entorno urbano o paisaje, al transferir los esquemas minimalistas a un vasto contexto ambiental, ubicado usualmente en territorios desérticos.
El arte extendido, según Krauss, señala dos características del arte posmoderno: (i) la crisis de la especialización y la apertura al eclecticismo o subjetividad del artista; y, en consecuencia, (ii) la incapacidad de determinar la práctica artística conforme un tipo de procedimiento previamente establecido. La escultura posmoderna se caracteriza por la expansión de los términos arquitectura/paisaje, así como la pintura posmoderna problematiza el carácter único de la obra con la reproductibilidad de la misma.
Ambos aspectos, desde el punto de vista ideológico, son para Krauss logros del arte contemporáneo: “Se sigue, pues, que en el interior de cualquiera de las posiciones generadas por el espacio lógico dado podrían emplearse muchos medios diferentes y se sigue también que todo artista independiente podría ocupar con éxito cualquiera de las posiciones”.
En pintura, Douglas Crimp (2002) señala que el hito del posmodernismo es Robert Rauschenberg, con una obra sustentada en técnicas de reproducción y no de producción tradicionales.
Ejemplo de lo expuesto es la comparación de Crimp entre la Olimpia de Claude Manet y las obras de Robert Rauschenberg. Manet toma como modelo la Venus de Tiziano y la forma de su trazado señala la ruptura deliberada entre tradición y modernidad y la intervención activa del artista en esa transición.
Rauschenberg, por su parte, despliega imágenes de Venus en el espejo de Velásquez y de Venus en su tocador de Rubens en una serie de telas de la década del '60. Pero utiliza esas imágenes de modo muy diferente, ya que serigrafía un original fotográfico sobre una superficie que tiene otras figuras (camiones, helicópteros y llaves de automóviles). Rauschenberg se limita a reproducir, mientras que Manet produce, y es este movimiento el que permite pensar a Rauschenberg como un posmodernista.
Afirma Crimp: “Rauschenberg había pasado definitivamente de las técnicas de producción (combinaciones, montajes) a técnicas de reproducción (seda estarcida, dibujos calcados).
Es esta actividad la que nos hace considerar el arte de Rauschenberg como posmodernista. Mediante la tecnología reproductora el arte posmodernista prescinde del aura. La ficción del sujeto creador cede sitio a la franca confiscación, la toma de citas y extractos, la acumulación y repetición de imágenes ya existentes. Se socavan así la nociones de originalidad, autenticidad y presencia, esenciales para el discurso ordenado del museo”.
Conforme lo expuesto, para Crimp el caso de Rauschenberg es, desde el punto de vista ideológico, un hito en la democratización de las artes. Siguiendo el análisis de Michael Foucault sobre el vínculo entre las instituciones de confinamiento (el asilo, la clínica y la prisión) y sus formas discursivas (la locura, la enfermedad y el delito), Crimp agrega a la lista mencionada la institución “museo” y el discurso “historia del arte” como aspectos coactivos del campo artístico, problematizados por el arte posmodernista de Rauschenberg.
En el contexto general antes descripto, se ha arribado, para Arthur Danto (1997), al fin de la era del arte y a una situación en la cual ningún arte es históricamente más verdadero, ni más falso, que otro. Por tal motivo asegura que hemos ingresado a la posthistoria del arte, es decir, a la etapa histórica que ha puesto fin a los imperativos estéticos.
En dicha posthistoria, el arte se caracteriza por su carácter nómade y plural. Mientras la vanguardia consideraba el pasado como un lastre del cual había que desprenderse, el arte contemporáneo se define por el hecho de que el arte del pasado está disponible para el uso que los artistas quieran darle. El paradigma de lo contemporáneo es el collage, pero vaciado de contenido político.
Danto valora el aporte precedente de Duchamp con sus ready-mades.
No obstante, advierte una diferencia sustancial entre la oposición de Duchamp al mundo del arte y la posición tolerante del pop-art (especialmente, el de Warhol) hacia ese mundo: mientras que Duchamp pertenece a la época de los manifiestos y el enfrentamiento declarado con todo lo anterior (los dadaístas buscaban el shock, la sorpresa y el escándalo para interferir con el circuito institucionalizado del arte), los artistas pop se incorporan voluntariamente a un sistema del que Warhol resulta una de sus principales estrellas.
Desde esta perspectiva, la institucionalización de la vanguardia no es vista como una integración negativa conforme la posición de Peter Bürger o Jürgen Habermas sino como un testimonio de la democratización de los museos y las instancias de consagración.
En tal sentido, Danto sostiene que la crítica posmoderna al gran relato, definido por Ferenc Féher (1998) como aquella postura que “cuenta la historia con una confianza en sí misma abiertamente causal y secretamente teleológica … la historia contada que implica trascendentalismo y la presencia de un narrador omnisciente” , se aplica a las vanguardias históricas y que el fin de dicho gran relato es parte de un desarrollo (según la dialéctica hegeliana) que conducirá al verdadero acceso a la filosofía del arte, sólo posible en el arte contemporáneo.
Esa fue la razón por la que los cubistas abandonaron el color, la emoción, la sensación y todo aquello que los impresionistas habían introducido en la pintura: “Cada uno de los movimientos se orientó por una percepción de la verdad filosófica del arte: el arte es esencialmente X y todo lo que no sea X no es -no es esencialmente- arte.
Así cada uno de los movimientos vio su arte en términos de un relato de recuperación, descubrimiento o revelación de una verdad que había estado perdida o sólo apenas reconocida. Cada uno fue apoyado por una filosofía de la historia que definió el significado de la historia como un estado final que es el verdadero arte … El modernismo es sobre todo la Era de los Manifiestos. Es propio del momento posthistórico de la historia del arte el ser inmune a los manifiestos y requerir otra práctica crítica”.
Konrad Liessmann (2006) señala que, en Danto, la lógica radical del progreso inmanente al arte queda desintegrada. Ya no queda ningún progreso artístico que anticipar y el consecuente enjuiciamiento del arte entra en desuso.
El artista tiene a su disposición todos los procedimientos y materiales y no existe un desarrollo estético forzoso: “Si de la idea de la Modernidad forma parte la convicción de que lo nuevo es mejor que lo antiguo y de que lo nuevo es identificable, entonces, con este pluralismo de los procedimientos estéticos que ahora ha aparecido, una dimensión totalmente decisiva del arte moderno ha perdido su significación”.
Para ejemplificar la nueva situación histórica en el campo artístico, Danto recurre mordazmente a una comparación entre las características de la futura sociedad sin base clasista descripta por Marx en La Ideología Alemana (la gran metanarrativa de la modernidad) y la opinión de Warhol sobre el arte contemporáneo.
En dicho texto, Marx afirma en la nueva sociedad comunista existirá una libertad ilimitada de las posibilidades creativas de los individuos, en lugar de individuos alienados según la situación de clase.
Así, la futura sociedad se caracterizará por una libertad sin límites, donde la sociedad “hace posible para mí hacer una cosa hoy y otra mañana, cazar en la mañana, pescar en la tarde, criar ganado en la noche, criticar después de la cena, tal como tengo en mente, sin llegar a ser cazador, pescador, pastor o crítico”. Para Danto, el pronóstico de Marx se cumple en el arte contemporáneo con Warhol, específicamente cuando expone en 1964 sus Brillo Boxes en la Stable Gallery de Nueva York.
En dicha exposición, Warhol niega cualquier posibilidad de distinción entre la apropiación de las populares cajas de jabón (un artículo comercial, cotidiano y expuesto masivamente en los supermercados) y su obra, clausurando la posibilidad de recurrir a alguna narrativa (o estilo) dominante capaz de efectuar la distinción.
Es en este momento, entonces, donde la definición de qué es arte sólo puede ser abordada desde el problema acerca de cuándo hay arte: se ha pasado de un relato legitimador sobre el quehacer artístico al contexto institucional que sanciona como “obra de arte” dicho quehacer.
Llegados a este punto dónde no es posible sancionar un estilo artístico desde un precepto teórico o conceptual, hemos arribado a la libertad sin límites del arte. Lo que dice Warhol sobre el arte contemporáneo es lo que Marx había anticipado para la sociedad de su tiempo: “¿Cómo alguien podría decir que algún estilo es mejor que otro? Uno debería ser capaz de ser un expresionista abstracto la próxima semana, o un artista pop, o un realista, sin sentir que ha concedido algo”.
Para Gerard Vilar (2005), esta situación del arte contemporáneo permite concebirlo metafóricamente como una “república”. A diferencia de las posturas apocalípticas del arte contemporáneo (como las de Yves Michaud o Robert Morgan), sostiene con Danto que el arte posmoderno es un arte pluralista “en el que cualquier cosa puede ser una obra de arte, en el que todo vale, en el que todos somos artistas y en el que cualquiera es un crítico de arte”.
Tres son, según Vilar, los principios constitutivos de la “república de las artes”: (i) la democratización del público, pues cada uno tiene derecho a elegir lo que le plazca (aunque esto no impide -advierte Vilar- la desigualdad de acceso a los bienes culturales y la instrumentalización del gusto vía la industria cultural); (ii) la democratización del artista, pues cualquier cosa puede ser una obra de arte y cualquiera puede hacer arte contemporáneo; y (iii) la democratización de los valores: el arte está en todas partes (cine, televisión, nuevas tecnologías, diseño y moda).
Las críticas que pueden hacerse al arte pluralista, afirma Vilar, “no lo invalidan sino todo lo contrario, son parte básica del mundo del arte mismo, un mundo joven que hemos de acostumbrarnos a ver con otros ojos, lejos de aquella mirada convencida de que hay una verdad y un estilo artísticos que marcan el camino cierto de la historia del arte. Afortunadamente, esa mirada monista o monoteísta de la línea correcta y las verdades políticas absolutas ya la abandonamos en política; ahora nos toca deshacernos definitivamente de sus restos en estética”.
Conforme esta interpretación, el arte contemporáneo habría alcanzado el fin de la alienación de los artistas y su sujeción a los cánones establecidos, tanto aquellos académicos como los impuestos a la vanguardia crítica desde sus manifiestos. En la era del fin del arte se acabó el arte conducido por manifiestos programáticos, cuyos practicantes consideraban como crítica esencial de otro arte el que no tuviese el estilo correcto.
Afirma Danto: “Esto es lo que quiero decir con el fin del arte. Significa el fin de cierto relato que se ha desplegado en la historia del arte durante siglos, y que ha alcanzado su fin al liberarse de los conflictos de una clase inevitable en la era de los manifiestos … Por supuesto, hay dos maneras de liberarse de conflictos. Una manera es eliminar todo lo que no se ajusta a nuestro manifiesto… La otra es vivir juntos sin necesidad de discriminarse; decir que diferencia hace que alguien sea el que es… La crítica moral sobrevive en la era del multiculturalismo, como la crítica de arte sobrevive en la era del pluralismo”.
Y concluye: “¡Qué maravilloso sería creer que el mundo plural del arte del presente histórico sea un precursor de los hechos políticos que vendrán!”.
En el último párrafo de la cita precedente, Danto ejemplifica la alianza entre los discursos celebratorios del fin de la vanguardia y el fin de las ideologías característicos del pensamiento posmoderno.
Eduardo Subirats (1989), por su parte, sostiene de manera semejante a Danto que la utopía social y cultural de las vanguardias, de signo revolucionario y emancipador, lleva implícito el momento de su integración a un proceso regresivo de colonización tecnológica de la vida y de racionalización coactiva de la sociedad y la cultura.
La vanguardia, según Subirats, se caracteriza por ser antihistoricista, al postular la existencia una nueva era (racionalista y tecnocrática) y verse a sí misma como el grado cero de la historia, conforme una concepción del poder como administración técnica y una concepción temporal abstracta, según la cual la historia se concibe como una indefinida acumulación cuantitativa de medios e instrumentos.
La máquina se convierte con la vanguardia de corte racionalista en un símbolo cultural universal y en un principio socialmente formador. En el contexto de la modernidad estética, la máquina asume funciones tanto demiúrgicas y proféticas como infernales y destructivas: el mismo papel cultural que el romanticismo había otorgado al genio como potencia ordenadora y como naturaleza.
Al contemplar la máquina como factor emancipador del orden social y elevarla a valor estético y cultura universal, los vanguardistas restablecieron aquella dimensión radical del progreso, concebido como identidad del desarrollo moral y científico-técnico, característico de la filosofía de la historia de la Ilustración.
Los manifiestos neoplasticistas, afirma Subirats, exponen unívocamente la estética racionalista y el principio formal y cultural de la máquina como contrapunto de la realidad trágica que atraviesa la Europa de entreguerras.
Sostienen la pureza de los colores primarios, los ángulos rectos y la maníaca obsesión de líneas horizontales y verticales, así como su correlato teórico: la postulación del arte como representación de un orden absoluto y una armonía acabada.
Para Subirats, el principio de racionalización implica un proceso de reducción de la experiencia individual y anulación de la autonomía reflexiva de la existencia humana. Dicho reduccionismo se pone de relieve comparando el retrato romántico con el retrato cubista.
Mientras en el primero los elementos pictóricos sirven solidariamente a la exteriorización de la totalidad expresiva, la vanguardia independiza dichos elementos pictóricos de su sentido representativo.
En el retrato cubista sólo importa la composición formal y colorística, no la figura humana. La teoría del color desarrollada a partir del postimpresionismo por Vassily Kandisky y Paul Klee tiende a extirpar del color sus elementos subjetivos, para dotarlo, al igual que a la composición, de la fría cualidad de un discurso lógico y objetivo.
En definitiva, tanto para Subirats como para Danto, la racionalidad artística y utópica de la vanguardia es una muestra de la violencia de la racionalización y del pensamiento estructurado y coactivo expuesto en sus manifiestos.
El fin de la vanguardia sería en definitiva, conforme el pensamiento posmoderno, un logro de la época. Recordar los rasgos autoritarios de la vanguardia evitaría el supuesto pesimismo del presente y oficiaría de reaseguro frente a aquéllos que insisten en pensar la vanguardia como un proyecto inconcluso. Las consecuencias y riesgos de dicho pensamiento posmoderno exceden los objetivos de este artículo.
La "desautonomización" global de un lugar para el arte lo conecta cada vez más con lo real. De este modo, la estetización general de la existencia no es una utopía sino una posibilidad concreta que ofrece la sociedad tecnológicamente avanzada. Dice Vattimo al respecto: “La muerte del arte no es sólo la muerte que podemos esperar de la reintegración revolucionaria de la existencia, sino que es la que de hecho ya vivimos en la sociedad de cultura de masas, en la que se puede hablar de estetización general de la vida en la medida en que los medios de difusión que distribuyen información cultural y entretenimiento, aunque siempre con los criterios generales de belleza (atractivo formal de los productos), han adquirido en la vida de cada cual un peso infinitamente mayor que en cualquier otra época del pasado”.
Es importante señalar que el término posmoderno aglutina interpretaciones, teorías, disciplinas y valores diversos. Es posible por ello hallar elementos tanto afines a los objetivos de la vanguardia crítica como elementos divorciados de los mismos.
Ejemplo de lo dicho es la crítica de Jacques Derrida al logocentrismo (la búsqueda de un sistema universal de pensamiento capaz de revelar lo que es verdadero, correcto o bello) que habría predominado coactivamente en la filosofía occidental y en sus instituciones políticas.
En oposición al logos, la práctica deconstructivista de Derrida tiene por finalidad representar las diferencias, en el marco de un mundo sin centro (descentralizado), abierto y auto-reflexivo. Mientras la vanguardia, en su crítica a las tradiciones ancladas en la institución arte, puede considerarse posmoderna en cuanto ejercicio autorreflexivo y descentralizado (para Lash la vanguardia, especialmente el surrealismo, es posmoderna avant la lettre), la vinculación política de la vanguardia con la gran narrativa ofrecida por el marxismo haría de la misma un ejercicio moderno y no posmoderno.
Desde el punto de vista artístico, el arte posmoderno se caracteriza, según Rosalind Krauss (2002) por ser un arte extendido.
Ejemplo de dicha “extensión” es la crisis de la noción de escultura derivada del land-art (de Robert Smithson o Walter de Maria), que problematiza la noción tradicional de escultura (como monumento o práctica autorreflexiva) claramente opuesta al entorno urbano o paisaje, al transferir los esquemas minimalistas a un vasto contexto ambiental, ubicado usualmente en territorios desérticos.
El arte extendido, según Krauss, señala dos características del arte posmoderno: (i) la crisis de la especialización y la apertura al eclecticismo o subjetividad del artista; y, en consecuencia, (ii) la incapacidad de determinar la práctica artística conforme un tipo de procedimiento previamente establecido. La escultura posmoderna se caracteriza por la expansión de los términos arquitectura/paisaje, así como la pintura posmoderna problematiza el carácter único de la obra con la reproductibilidad de la misma.
Ambos aspectos, desde el punto de vista ideológico, son para Krauss logros del arte contemporáneo: “Se sigue, pues, que en el interior de cualquiera de las posiciones generadas por el espacio lógico dado podrían emplearse muchos medios diferentes y se sigue también que todo artista independiente podría ocupar con éxito cualquiera de las posiciones”.
En pintura, Douglas Crimp (2002) señala que el hito del posmodernismo es Robert Rauschenberg, con una obra sustentada en técnicas de reproducción y no de producción tradicionales.
Ejemplo de lo expuesto es la comparación de Crimp entre la Olimpia de Claude Manet y las obras de Robert Rauschenberg. Manet toma como modelo la Venus de Tiziano y la forma de su trazado señala la ruptura deliberada entre tradición y modernidad y la intervención activa del artista en esa transición.
Rauschenberg, por su parte, despliega imágenes de Venus en el espejo de Velásquez y de Venus en su tocador de Rubens en una serie de telas de la década del '60. Pero utiliza esas imágenes de modo muy diferente, ya que serigrafía un original fotográfico sobre una superficie que tiene otras figuras (camiones, helicópteros y llaves de automóviles). Rauschenberg se limita a reproducir, mientras que Manet produce, y es este movimiento el que permite pensar a Rauschenberg como un posmodernista.
Afirma Crimp: “Rauschenberg había pasado definitivamente de las técnicas de producción (combinaciones, montajes) a técnicas de reproducción (seda estarcida, dibujos calcados).
Es esta actividad la que nos hace considerar el arte de Rauschenberg como posmodernista. Mediante la tecnología reproductora el arte posmodernista prescinde del aura. La ficción del sujeto creador cede sitio a la franca confiscación, la toma de citas y extractos, la acumulación y repetición de imágenes ya existentes. Se socavan así la nociones de originalidad, autenticidad y presencia, esenciales para el discurso ordenado del museo”.
Conforme lo expuesto, para Crimp el caso de Rauschenberg es, desde el punto de vista ideológico, un hito en la democratización de las artes. Siguiendo el análisis de Michael Foucault sobre el vínculo entre las instituciones de confinamiento (el asilo, la clínica y la prisión) y sus formas discursivas (la locura, la enfermedad y el delito), Crimp agrega a la lista mencionada la institución “museo” y el discurso “historia del arte” como aspectos coactivos del campo artístico, problematizados por el arte posmodernista de Rauschenberg.
En el contexto general antes descripto, se ha arribado, para Arthur Danto (1997), al fin de la era del arte y a una situación en la cual ningún arte es históricamente más verdadero, ni más falso, que otro. Por tal motivo asegura que hemos ingresado a la posthistoria del arte, es decir, a la etapa histórica que ha puesto fin a los imperativos estéticos.
En dicha posthistoria, el arte se caracteriza por su carácter nómade y plural. Mientras la vanguardia consideraba el pasado como un lastre del cual había que desprenderse, el arte contemporáneo se define por el hecho de que el arte del pasado está disponible para el uso que los artistas quieran darle. El paradigma de lo contemporáneo es el collage, pero vaciado de contenido político.
Danto valora el aporte precedente de Duchamp con sus ready-mades.
No obstante, advierte una diferencia sustancial entre la oposición de Duchamp al mundo del arte y la posición tolerante del pop-art (especialmente, el de Warhol) hacia ese mundo: mientras que Duchamp pertenece a la época de los manifiestos y el enfrentamiento declarado con todo lo anterior (los dadaístas buscaban el shock, la sorpresa y el escándalo para interferir con el circuito institucionalizado del arte), los artistas pop se incorporan voluntariamente a un sistema del que Warhol resulta una de sus principales estrellas.
Desde esta perspectiva, la institucionalización de la vanguardia no es vista como una integración negativa conforme la posición de Peter Bürger o Jürgen Habermas sino como un testimonio de la democratización de los museos y las instancias de consagración.
En tal sentido, Danto sostiene que la crítica posmoderna al gran relato, definido por Ferenc Féher (1998) como aquella postura que “cuenta la historia con una confianza en sí misma abiertamente causal y secretamente teleológica … la historia contada que implica trascendentalismo y la presencia de un narrador omnisciente” , se aplica a las vanguardias históricas y que el fin de dicho gran relato es parte de un desarrollo (según la dialéctica hegeliana) que conducirá al verdadero acceso a la filosofía del arte, sólo posible en el arte contemporáneo.
En Después del fin del arte Danto señala que la era del arte estuvo dominada por relatos histórico-artísticos, expresados en los manifiestos: “El manifiesto define cierto tipo de movimiento, cierto estilo, al cual en cierto modo proclama como el único tipo de arte que importa”. Señala que es un mero accidente que algunos de los principales movimientos del S. XX carecieran de manifiestos explícitos.
El cubismo y el fauvismo, por ejemplo, estuvieron comprometidos en el establecimiento de un nuevo tipo de orden en el arte y descartaron todo aquello que oscureciera la verdad y el orden básico que sus partidarios suponían haber descubierto.
El cubismo y el fauvismo, por ejemplo, estuvieron comprometidos en el establecimiento de un nuevo tipo de orden en el arte y descartaron todo aquello que oscureciera la verdad y el orden básico que sus partidarios suponían haber descubierto.
Esa fue la razón por la que los cubistas abandonaron el color, la emoción, la sensación y todo aquello que los impresionistas habían introducido en la pintura: “Cada uno de los movimientos se orientó por una percepción de la verdad filosófica del arte: el arte es esencialmente X y todo lo que no sea X no es -no es esencialmente- arte.
Así cada uno de los movimientos vio su arte en términos de un relato de recuperación, descubrimiento o revelación de una verdad que había estado perdida o sólo apenas reconocida. Cada uno fue apoyado por una filosofía de la historia que definió el significado de la historia como un estado final que es el verdadero arte … El modernismo es sobre todo la Era de los Manifiestos. Es propio del momento posthistórico de la historia del arte el ser inmune a los manifiestos y requerir otra práctica crítica”.
Konrad Liessmann (2006) señala que, en Danto, la lógica radical del progreso inmanente al arte queda desintegrada. Ya no queda ningún progreso artístico que anticipar y el consecuente enjuiciamiento del arte entra en desuso.
El artista tiene a su disposición todos los procedimientos y materiales y no existe un desarrollo estético forzoso: “Si de la idea de la Modernidad forma parte la convicción de que lo nuevo es mejor que lo antiguo y de que lo nuevo es identificable, entonces, con este pluralismo de los procedimientos estéticos que ahora ha aparecido, una dimensión totalmente decisiva del arte moderno ha perdido su significación”.
Para ejemplificar la nueva situación histórica en el campo artístico, Danto recurre mordazmente a una comparación entre las características de la futura sociedad sin base clasista descripta por Marx en La Ideología Alemana (la gran metanarrativa de la modernidad) y la opinión de Warhol sobre el arte contemporáneo.
En dicho texto, Marx afirma en la nueva sociedad comunista existirá una libertad ilimitada de las posibilidades creativas de los individuos, en lugar de individuos alienados según la situación de clase.
Así, la futura sociedad se caracterizará por una libertad sin límites, donde la sociedad “hace posible para mí hacer una cosa hoy y otra mañana, cazar en la mañana, pescar en la tarde, criar ganado en la noche, criticar después de la cena, tal como tengo en mente, sin llegar a ser cazador, pescador, pastor o crítico”. Para Danto, el pronóstico de Marx se cumple en el arte contemporáneo con Warhol, específicamente cuando expone en 1964 sus Brillo Boxes en la Stable Gallery de Nueva York.
En dicha exposición, Warhol niega cualquier posibilidad de distinción entre la apropiación de las populares cajas de jabón (un artículo comercial, cotidiano y expuesto masivamente en los supermercados) y su obra, clausurando la posibilidad de recurrir a alguna narrativa (o estilo) dominante capaz de efectuar la distinción.
Es en este momento, entonces, donde la definición de qué es arte sólo puede ser abordada desde el problema acerca de cuándo hay arte: se ha pasado de un relato legitimador sobre el quehacer artístico al contexto institucional que sanciona como “obra de arte” dicho quehacer.
Llegados a este punto dónde no es posible sancionar un estilo artístico desde un precepto teórico o conceptual, hemos arribado a la libertad sin límites del arte. Lo que dice Warhol sobre el arte contemporáneo es lo que Marx había anticipado para la sociedad de su tiempo: “¿Cómo alguien podría decir que algún estilo es mejor que otro? Uno debería ser capaz de ser un expresionista abstracto la próxima semana, o un artista pop, o un realista, sin sentir que ha concedido algo”.
Para Gerard Vilar (2005), esta situación del arte contemporáneo permite concebirlo metafóricamente como una “república”. A diferencia de las posturas apocalípticas del arte contemporáneo (como las de Yves Michaud o Robert Morgan), sostiene con Danto que el arte posmoderno es un arte pluralista “en el que cualquier cosa puede ser una obra de arte, en el que todo vale, en el que todos somos artistas y en el que cualquiera es un crítico de arte”.
Tres son, según Vilar, los principios constitutivos de la “república de las artes”: (i) la democratización del público, pues cada uno tiene derecho a elegir lo que le plazca (aunque esto no impide -advierte Vilar- la desigualdad de acceso a los bienes culturales y la instrumentalización del gusto vía la industria cultural); (ii) la democratización del artista, pues cualquier cosa puede ser una obra de arte y cualquiera puede hacer arte contemporáneo; y (iii) la democratización de los valores: el arte está en todas partes (cine, televisión, nuevas tecnologías, diseño y moda).
Las críticas que pueden hacerse al arte pluralista, afirma Vilar, “no lo invalidan sino todo lo contrario, son parte básica del mundo del arte mismo, un mundo joven que hemos de acostumbrarnos a ver con otros ojos, lejos de aquella mirada convencida de que hay una verdad y un estilo artísticos que marcan el camino cierto de la historia del arte. Afortunadamente, esa mirada monista o monoteísta de la línea correcta y las verdades políticas absolutas ya la abandonamos en política; ahora nos toca deshacernos definitivamente de sus restos en estética”.
Conforme esta interpretación, el arte contemporáneo habría alcanzado el fin de la alienación de los artistas y su sujeción a los cánones establecidos, tanto aquellos académicos como los impuestos a la vanguardia crítica desde sus manifiestos. En la era del fin del arte se acabó el arte conducido por manifiestos programáticos, cuyos practicantes consideraban como crítica esencial de otro arte el que no tuviese el estilo correcto.
Afirma Danto: “Esto es lo que quiero decir con el fin del arte. Significa el fin de cierto relato que se ha desplegado en la historia del arte durante siglos, y que ha alcanzado su fin al liberarse de los conflictos de una clase inevitable en la era de los manifiestos … Por supuesto, hay dos maneras de liberarse de conflictos. Una manera es eliminar todo lo que no se ajusta a nuestro manifiesto… La otra es vivir juntos sin necesidad de discriminarse; decir que diferencia hace que alguien sea el que es… La crítica moral sobrevive en la era del multiculturalismo, como la crítica de arte sobrevive en la era del pluralismo”.
Y concluye: “¡Qué maravilloso sería creer que el mundo plural del arte del presente histórico sea un precursor de los hechos políticos que vendrán!”.
En el último párrafo de la cita precedente, Danto ejemplifica la alianza entre los discursos celebratorios del fin de la vanguardia y el fin de las ideologías característicos del pensamiento posmoderno.
Eduardo Subirats (1989), por su parte, sostiene de manera semejante a Danto que la utopía social y cultural de las vanguardias, de signo revolucionario y emancipador, lleva implícito el momento de su integración a un proceso regresivo de colonización tecnológica de la vida y de racionalización coactiva de la sociedad y la cultura.
La vanguardia, según Subirats, se caracteriza por ser antihistoricista, al postular la existencia una nueva era (racionalista y tecnocrática) y verse a sí misma como el grado cero de la historia, conforme una concepción del poder como administración técnica y una concepción temporal abstracta, según la cual la historia se concibe como una indefinida acumulación cuantitativa de medios e instrumentos.
La máquina se convierte con la vanguardia de corte racionalista en un símbolo cultural universal y en un principio socialmente formador. En el contexto de la modernidad estética, la máquina asume funciones tanto demiúrgicas y proféticas como infernales y destructivas: el mismo papel cultural que el romanticismo había otorgado al genio como potencia ordenadora y como naturaleza.
Al contemplar la máquina como factor emancipador del orden social y elevarla a valor estético y cultura universal, los vanguardistas restablecieron aquella dimensión radical del progreso, concebido como identidad del desarrollo moral y científico-técnico, característico de la filosofía de la historia de la Ilustración.
Los manifiestos neoplasticistas, afirma Subirats, exponen unívocamente la estética racionalista y el principio formal y cultural de la máquina como contrapunto de la realidad trágica que atraviesa la Europa de entreguerras.
Sostienen la pureza de los colores primarios, los ángulos rectos y la maníaca obsesión de líneas horizontales y verticales, así como su correlato teórico: la postulación del arte como representación de un orden absoluto y una armonía acabada.
Para Subirats, el principio de racionalización implica un proceso de reducción de la experiencia individual y anulación de la autonomía reflexiva de la existencia humana. Dicho reduccionismo se pone de relieve comparando el retrato romántico con el retrato cubista.
Mientras en el primero los elementos pictóricos sirven solidariamente a la exteriorización de la totalidad expresiva, la vanguardia independiza dichos elementos pictóricos de su sentido representativo.
En el retrato cubista sólo importa la composición formal y colorística, no la figura humana. La teoría del color desarrollada a partir del postimpresionismo por Vassily Kandisky y Paul Klee tiende a extirpar del color sus elementos subjetivos, para dotarlo, al igual que a la composición, de la fría cualidad de un discurso lógico y objetivo.
En definitiva, tanto para Subirats como para Danto, la racionalidad artística y utópica de la vanguardia es una muestra de la violencia de la racionalización y del pensamiento estructurado y coactivo expuesto en sus manifiestos.
El fin de la vanguardia sería en definitiva, conforme el pensamiento posmoderno, un logro de la época. Recordar los rasgos autoritarios de la vanguardia evitaría el supuesto pesimismo del presente y oficiaría de reaseguro frente a aquéllos que insisten en pensar la vanguardia como un proyecto inconcluso. Las consecuencias y riesgos de dicho pensamiento posmoderno exceden los objetivos de este artículo.
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